Notaba la mirada de alguien sobre mí desde
hacía uno o dos minutos. El hecho de andar midiendo el tiempo y sorprenderme a
mí mismo haciéndolo ya significa que había salido del ensimismamiento. Perder
la noción del tiempo es a veces lo más parecido a detenerlo. Pero era evidente
que el mundo había seguido girando mientras yo leía en la librería “Punto y
aparte”, donde en tantas otras ocasiones había entrado expresamente a comprar
un libro para regalar. En esta típica librería de barrio, un establecimiento lo
bastante grande para ofrecer las novedades editoriales -y disponer, además, de
la prensa diaria y coloridas tarjetas de felicitación y algunos artículos de
regalo- tienen siempre cualquier libro menos el que uno anda buscando. Llegas
allí, preguntas por un título de lo más normal y no muy antiguo, y en un pulsar
de teclas obtienes el no junto con la
editorial-colección-número-fecha de
edición, además del ofrecimiento a hacer el raudo pedido. Si yo pudiera
pasar por un profesor o jefe de estudios de bachillerato, a ese librero
sonriente le contaría que hemos puesto ese libro como lectura obligatoria en el
instituto que hay a la vuelta de la esquina y que son unos quinientos alumnos.
Me
encanta, como a tantos otros, distraerme paseando la mirada y la atención por
páginas de lo más variopinto, llenas de frases, ilustraciones y gráficos que
abordan este mundo que no deja de girar y otros posibles desde perspectivas que
los ignorantes a veces ni imaginamos. Disfrutaba saltando de lomo en lomo: Mr. Vértigo, Las uvas de la ira, El Aleph,
La especie elegida, Tragedias. Sófocles, Industrias y andanzas de Alfanhuí, Paz
interior para gente ocupada, Fundamentación de la metafísica de las costumbres,
Biblia de Jerusalén…
Al
levantar la mirada no vi quién me observaba pero sí que había dejado de llover;
el mundo gira, se moja y se seca. Bajo mi brazo izquierdo llevaba yo ese
minúsculo paraguas negro que no había tenido necesidad de abrir desde que había
salido de casa. A pesar de haber tenido la intención de ir al cementerio para
visitar la tumba de mi abuela, finalmente me desanimé por lo arrugado del día.
Justo al entrar por la puerta de “Punto y aparte” era cuando había sonado el
primer trueno. Y ahora, mirando a la calle a través del escaparate lleno de
tantos best-sellers mejor o peor
vendidos, sí necesitaba ampararme de la lluvia que ya no caía. Así que me
refugié de nuevo en la lectura salteada. En el breve Diccionario de la ciencia de José Manuel Sánchez Ron encontré casi
por azar el término muerte, cuya
aproximación científica el autor inicia así: “Sabemos perfectamente que
moriremos, que para ninguno de nosotros hay escapatoria posible a este
inevitable destino”. Lo que a mí me resulta inevitable es imaginar la muerte
unida a la lluvia. No sé en qué momento de mi niñez nació esa atroz –y, por lo
demás, nada extraña y sí muy común- asociación de ideas, pero siempre me ha
parecido que sólo hay algo más desazonador que un cementerio, y es un
cementerio un día de tormenta. Creo que todos hemos tenido alguna vez esa
imagen y, quien más y quien menos, la hemos acompañado de una sensación de frío
y humedad, como por una estúpida solidaridad con quienes ya ni sienten ni
padecen.
Como
buscando aligerar mis pensamientos, mis ojos se toparon con la portada de una
revista de cotilleos. En ella, una mujer menuda, de pelo corto y con unas
desproporcionadas gafas oscuras le mostraba sus bolsas de la compra a un agente
de seguridad, que inspeccionaba con actitud distante el contenido de aquellas.
Sobre la foto, este letrero: “Winona, de nuevo ladrona en Arizona”. Hojeando la
revista supe que la actriz Winona Ryder era “presa otra vez de su enfermizo
impulso a apropiarse de ajeno”, conducta
tanto más chocante para el vulgo cuanto más se reparaba en la liquidez de su
colección de tarjetas de crédito. Además de cuatro vaciedades sobre patologías
morbosas de los famosos, como la cleptomanía, la noticia detallaba que la
actriz había hurtado, entre capas y sayos, doce kilogramos de ropa en unos
grandes almacenes.
Al
dejar la revista en su sitio, no pude evitar un sentimiento de benevolente
superioridad moral, que por un momento me reconfortó de ser pobre. Y se me vino
el recuerdo improbable de una panda de chiquillos haciendo pequeños saqueos en
el bazar del barrio; como a mí siempre me faltaba valor y sufría tanto con
aquellos juegos prohibidos, sólo en una ocasión –y por evitar o aplazar el
temido desprecio por parte de Alí-Babá y los cuarenta ladrones- salí del
establecimiento llevando en mi bolsillo algo que no había pagado. Era un
bolígrafo transparente de plástico verde, enorme y horrible, que inmediatamente
doné al botín común –es decir, que se lo quedó Alí-Babá-.
-Tío,
como te he visto ahí leyendo y todo concentrado, digo “es o no es”, como ya
hace un huevo de lo del Hiper…
Le
dije que me estaba confundiendo con otra persona, pero no insistí mucho porque
más lo hizo él aportando anécdotas y evocando recuerdos de tiempos en que, por
lo visto, habíamos trabajado juntos como reponedores de mercancías. Hablaba con
entusiasmo y yo no le interrumpí de nuevo porque me parecían simpáticas sus
historias y, sobre todo, la manera de contarlas. Así que simulé ser quien él
creía que era. De vez en cuando le asentía o le intercalaba algún “ya te digo”
o “vaya días aquellos” y a él le servía para alimentar la memoria y la
cháchara. Me sorprendía tanto que hasta mi voz le resultase familiar a aquel
individuo, que incluso llegué a plantearme si no tendría yo algún tipo de
amnesia. Lo del clon ni me lo llegué a plantear, porque es un tópico que
siempre aburre a las ovejas. No paraba de hablar y llegué a enterarme, sin
preguntarlo, de que él se llamaba Pedro y yo Angelito. Él colocaba el pasillo
de las especias y el café y yo las galletas. Se expresaba vulgarmente, pero
transmitía buen humor. Como entretenimiento estaba bien, pero ya me iba
temiendo el momento en que me delatase con alguna pegunta. Y no tardó:
Qué
complicidad puede surgir entre las estanterías de un hipermercado. Y más rápido
aún entre las de una librería. A lo del tal Boni ni contesté. Y lo de la cajera
me cautivó un poco, pero también lo eludí informando a mi amigo de que ahora
estaba detrás de otra chica y precisamente andaba allí buscando un libro para
regalárselo por su cumpleaños. A él le debió de parecer suficiente y comento
sólo:
Parecía
que la conversación ya no daba para más, pero aún estuve cinco minutos más
ayudándole a elegir un libro para su madre, porque se había agotado el último
recetario de Karlos Arguiñano. Como no se decidía y yo estaba un poco cansado
del juego, le dije que seguía teniendo el mismo número de móvil y nos
despedimos con un típico ceremonial de veleidades.
Salí
de “Punto y aparte” con la sensación de ser un poco otro, aunque no sé si un
otro muy diferente. No me había resultado difícil pasar por un Angelito, pero
realmente me había comportado como un diablillo. Como al fin de cuentas la
impostura no le perjudicaba demasiado a ese estrafalario Pedro, me iba riendo
solo con la ocurrencia. Aunque seguía sin llover, la tarde estaba gris. En un
acto reflejo reparé en lo que llevaba bajo mi antebrazo izquierdo: el paraguas
plegable. Pero al mismo tiempo me di cuenta, entre el desconcierto y el horror,
de que llevaba otro objeto un poco más pequeño junto al paraguas. Era el Diccionario de la Ciencia , que con toda
probabilidad tenía bajo mi axila desde los albores del encuentro con mi
improvisado amigo Pedro, sin percatarme de que lo había acomodado temporalmente
ahí mientras leía la revista. Había salido del establecimiento con algo que no
había pagado. Ni se me habría pasado por la imaginación que una situación tan
estúpida como la vivida en la librería se pudiera prolongar de esta manera.
“Punto
y aparte” estaba ya a unos treinta metros y me daba una pereza tremenda volver
allí para dejar el libro en su lugar. Podría descubrirme el librero haciéndolo
y me sacaría los colores de un modo innecesario. Y presentarme de nuevo en la
tienda explicando que me lo había llevado por despiste me resultaba una actitud
demasiado imbécil, a no ser que la suplementase con la compra efectiva del
libro. Este gesto elegante estaría bien de cara a la galería, pero añadiría más
imbecilidad teniendo en cuenta que, a pesar de no ser muy caro, yo no quería el
libro en cuestión. Bueno, regalado quizá. Claro, ¿y si en realidad mi despiste
no hubiera sido tal sino un mecanismo inconsciente para apropiarme de lo ajeno
sin sentirme culpable? En ese caso el mecanismo flojeaba. Me sentía mal, era un
vulgar biblio-cleptómano, un Winono Ryder que no tenía el valor de asumir su
enfermedad, adquirida quizá en mi urdimbre primigenia al robar un bolígrafo
horrendo y lavarse luego las manos pretendiendo que le habían obligado.
Estaba
pensando en la posibilidad de que alguien me hubiera visto salir de la tienda
con el libro bajo el brazo. El propio dependiente quizá lo había visto y se
había extrañado un poco, pero mi naturalidad le pudo hacer creer que el libro
era mío y que ya lo traía conmigo, como uno de esos “sobacos ilustrados”. La
falta se notaría al cierre de la tienda o en el próximo inventario. Y
seguramente mi cara se recordaría sólo con pasar por delante del escaparate.
Giré sobre mis talones y ya me dirigía otra vez a la librería a resolver
decentemente aquello, cuando observé que por la puerta de “Punto y aparte”
salía nada menos que mi “amigo” Pedro, el gordo reponedor, con una bolsa en la
que llevaría el regalo de su madre. Estoy seguro de que me sorprendió de
regreso a la tienda. Quizá él sí que se pudiera haber fijado en mi hurto
inadvertido, lo cual me hacía sentir a la vez vergüenza y temor. Rápidamente
volví a girarme y tiré calle abajo, algo contrariado. Este Pedro podría tener
un aspecto extravagante, pero se había acordado perfectamente de pagar lo que
se llevaba. Y era nada menos que un regalo para su madre. Yo en cambio, con mi
sobaco ilustrado y apretando el paso para huir lejos de aquella tienda y de
aquel individuo, me acercaba bastante al ideal de perfecto mamarracho.
Tras
doblar tres esquinas llegué a una plazuela y decidí detenerme a reflexionar con
más tranquilidad. Como tenía la boca seca por los nervios, pasé a un bar a
tomar algo. Sentado en la barra, mirando la absurda existencia de esos pinchos
grasientos y gelatinosos que reposaban en el mostrador, todo parecía más
relativo. Mientras apuraba una caña de cerveza me imaginé la cantidad de
personas que hacían del hurto un deporte habitual y se esforzaban cada día por estar
entre los mejores en su especialidad. Los veía desprecintando artículos,
quitando diminutas alarmas y llenando con disimulo sus buchacas. ¿Y luego?
Quizá tuvieran la casa repleta de cachivaches, una especie de síndrome de
Diógenes mezclado con un síndrome de Arsenio Lupin. O puede que desde las
tiendas se fueran directamente a vender su botín a los pensionistas del barrio.
Los auténticos ladrones morbosos y compulsivos deberían de regalar o tirar a la
basura lo afanado, como hice yo mismo hace años con un bolígrafo que a pocos se
les hubiera antojado. Miré por enésima vez la portada del Diccionario de la ciencia; no tendría reparos en leerlo y luego
donarlo a una biblioteca pública, aunque aún no tenía claro en qué orden lo
haría. De momento lo dejaría junto a mis libros y con el tiempo ya se vería. No
descartaba terminar quedándomelo, el tiempo todo lo cura. O venderlo en una
tienda de segunda mano y, con lo obtenido, comprar en “Punto y aparte” una
revista de cotilleos. Ya me encontraba más relajado y me divertía con mi propia
travesura. Estaba a punto de pedir otra caña cuando algo en el pecho me dio un
vuelco: por delante del bar pasaba nada menos que Pedro. El hijo ejemplar, el
reponedor del mes, el consumidor honrado, el minucioso observador que acaso me
habría visto salir de la tienda con un libro sin pagar bajo el brazo.
Apenas
fueron tres segundos de pavor mientras el gordo pasaba rozando literalmente el
gran ventanal del “Bar Corregidor”, pero el tiempo era como una sartén de
espesas gachas. Su espantoso pañuelo palestino se eternizó en mis retinas, su
chaqueta militar abierta y ondeándose me revolvió los veinticinco centilitros
de cerveza depositados en el estómago, sus andares plúmbeos se detuvieron ante
la ventana como el frenar de una locomotora de finales del siglo XIX. No pude
reaccionar, sólo ahogar un callado eructo. Y me miró de frente con unos ojos
escrutadores y esa sonrisa piorreica pintada de una complicidad malsana que yo
mismo había alimentado estúpidamente minutos antes. Mantuvo esa mirada
justamente cinco segundos a través del cristal. Luego pasó al bar. Tener una
noción cristalina del tiempo es también a veces lo más parecido a detenerlo…
-Qué cabrón estás hecho, qué cabrón sigues, Angelito…
Abrió la bolsa que traía. Junto a un par de libros se apilaban en ella unas treinta o cuarenta estilográficas. Además había un ramillete de coloridas flores de tela. Por la expresión pícara del tipo supe que había limpiado la vitrina de las plumas y bolígrafos en “Punto y aparte” y luego había salido por la puerta más pancho aún que yo. Y yo dándole vueltas a un despiste inocente. Estúpido de mí. Miré fijamente a este tal Pedro y un no sé qué excéntrico en su expresión me hizo sospechar lo que para otro habría sido evidente desde el principio…
¿Cómo
era posible poderse confundir durante tanto rato y creer que estás tratando con
la misma persona con la que dices haber trabajado cada día durante seis meses?
O yo era el gemelo de ese Angelito, o el gordo me estaba tomando el pelo o
alguno de los dos -o ambos- estábamos trastornados. Recelé y me atrajo la
segunda alternativa. O una mezcla de la segunda y la tercera. Jugaba conmigo,
como yo había pensado estar haciendo con él en la librería, con la diferencia
de que mis intenciones habían sido de lo más ingenuas. ¿Para qué se había
inventado ese menda toda esa historia de los amigos reponedores? ¿y qué cable
se me había cruzado a mí para seguirle la locura? No me interesaban las
repuestas, sólo salir zumbando de aquel bar. Me espantaba ser el loco que sigue
a loco, así que dejé un par de euros sobre la barra y me levanté impaciente de
la butaca. Mi antebrazo en ese preciso instante quedó atenazado por lo que, en
una primera impresión, me pareció una enorme tarántula peluda. Pero resultó ser
la manaza de mi falso antiguo amigo, quizá mi auténtico nuevo enemigo.
-¿Adónde
vas, Angelito? Tómate otra que invito yo ahora.
Su
mano apretaba y sus ojos taladraban. Había en ellos como una pena bañada en
locura. Estaba yo tan nervioso que a punto estuve de meterle de golpe en la
boca el Diccionario de la ciencia que
llevaba en la mano libre. Bueno, si no había más remedio me tomaría otra. Al
sentarme de nuevo disminuyó la fuerza de la tarántula, lo que me dio ánimos
para afrontar aquello de otra manera: mejor que se tomase otra él solito. Fui
lo bastante rápido para verterle de un manotazo la jarra de cerveza que ni
había empezado, aprovechando su desconcierto para abandonar la escena
velozmente. Me dio tiempo a escuchar el inicio de lo que prometía ser una
acalorada discusión entre el camarero y el acaso perturbado Pedro.
Con la agitación propia de haber esprintado
durante medio minuto por entre coches y ciudadanos, me detuve justo delante de
una boca de Metro. Era imposible que el gordo me hubiera seguido a ese ritmo. A
pesar de que no le vi en un radio de doscientos metros, preferí evitar
sorpresas y bajé a coger el metro. La muchedumbre subterránea me acogió en su
seno y pronto me asimilé a ella. Sin ni siquiera buscarlo, ocupé un asiento en
un vagón y media docena de miradas que iban de pie me hicieron sentir un
privilegiado sin escrúpulos, pero al ser miradas jóvenes, sanas y no pre-mamás,
rápidamente pasé a otros pensamientos. En mi regazo, ya menos agitado,
descansaban mi paraguas y mi hurtado libro. Leer o escuchar música, los
entretenimientos más socorridos en estos trayectos, ahora no me sosegarían. Sí
lo haría, en cambio, el otro gran pasatiempo del transporte público, más barato
que los videojuegos y los su-dokus: mirar a las personas y las cosas.
El
señor que iba sentado a mi derecha leía el El
País, la chica de mi izquierda leía el ABC;
pensé en que estaban mal colocados en función de las respectivas ideologías de
sus diarios, pero también era verdad que para un observador frontal si habría
la coherencia que yo pretendía encontrar. Otra cuestión de relatividad: ¿era yo
un chorizo o un despistado? ¿era yo el de antes o era Angelito? Todos los
chorizos terminan colgados, dice una greguería. Me distraje adjudicando
caprichosamente nombres de pila y edades a los viajeros: Pilar, 47 años;
Germán, 28; Jennifer, 17; Tomás, 35; Petronila, 67 años y medio. No podía ser
Petronila porque llevaba una cadena con tres letras de oro: ANA. Es más barato
tener un nombre corto, no había contado con eso. Me había montado en Casa del Reloj,
tenía pensado apearme en Puerta del Sur, que es la cuarta parada desde allí.
Las paredes de cada estación del recorrido circular tienen un color: blanco,
naranja, amarillo o azul. No estaba seguro de si en la sucesión de estos
colores había una secuencia, pero yo me los tenía memorizados de otros muchos
viajes, así que me divertí haciendo pareados al estilo de Gloria Fuertes, a la
vez que proyectaba las paradas de mi recorrido:
Casa del Reloj,
azul
como vacilo de Koch.
Hospital Severo Ochoa,
amarillean
las anchoas.
Leganés Central,
blanco
neutral.
San Nicasio,
los
naranjos florecen despacio.
Puerta del Sur,
blanco
y natural es el yogur.
En
Hospital Severo Ochoa el metro vomitó un gran número de personas, muchas de
ellas eran mayores, algunas eran pre-mamás y todas ellas tenían algo de
enfermizo. En el metro lo normal es poner cara de enfermo. Y subieron pocas,
ojalá hubieran subido menos y la suerte no me hubiera sido tan esquiva…
Exhibiendo un ojo amoratado y con el palestino salpicado de sangre, la gruesa
figura de Pedro subió al metro justo por la puerta que había frente a mí. Hay
amistades que necesitan regarse cada quince minutos. Y pesadillas más reales y
espantosas que las de Freddy Krugger. Este
Pedro tenía las uñas tan sólo unos centímetros más cortas. Y la mala
suerte quiso que se decidiera a coger el metro en la otra boca cercana a la
librería. Esa suerte podría ser peor, pues aún Pedro no me había visto sentado
apenas a dos metros de donde él estaba de pie.
Quedaba
la suficiente multitud de viajeros como para parapetarme de mi “amigo”. Además,
bajo mi asiento había un periódico de esos gratuitos que me sirvió de máscara;
curiosamente la primera plana llevaba la enorme foto de Julián Muñoz. El
intervalo hasta Leganés Central se me eternizó. La impaciencia me pudo. Me
levanté precipitadamente con el periódico a la altura de la cara con la
esperanza de pasar desapercibido. Lo logré a medias, porque tan limitada visión
me hizo obsequiarle con un pisotón a un señor que cubría su calva con los
largos pelos que le nacían de la coronilla; por su gabán anacrónico, tenía el
aspecto de un sereno de ciudad de provincias según las películas de los años
cincuenta. Pese a mis disculpas por el pisotón, un señor tan raro sólo podía
reaccionar como lo hizo: poniendo el grito en el cielo –y quiero recordar que
estábamos a más de cuarenta metros bajo tierra. Los gritos e improperios que me
dedicaba el sereno despertaron la curiosidad de muchos pasajeros. A otros los
desveló. No me dio tiempo a rezar un avemaría completo, ya sentía sobre mí la
mirada de mi perturbado amigo.
El
moratón del ojo derecho le daba, valga la contradicción, un aspecto más
siniestro. Me mostró otra vez sus encías rebosantes de pus. Era insufrible tan
poca belleza. Tenía sangre en cuello y pañuelo, además de la chaqueta perdida
de la cerveza que yo le había vertido. Supuse que obviamente habría llegado a
las manos con el camarero o con algún parroquiano en el bar justo después de
tirar yo por piernas. Así que era un individuo realmente violento, ya no me
quedaba ninguna duda. Sí dudaba, en cambio, de si ahora estaba yo escuchando el
traqueteo del convoy o la inquietud de mis tripas. El tipo iba ganando
posiciones entre la apretada multitud que apartaba de sí a codazos y empujones.
O eso me parecía a mí. ¿Cuándo sonaría la locución de la señorita informando un
poco cantarina ella: “Próxima estación: Leganés Central, Correspondencia con
línea 5 de RENFE”? Siempre me la había imaginado grabando cosas así vestida con
una falda muy larga y un cinturón de castidad cerrado con siete llaves, todas
ellas en el fondo del Pacífico. Pero en estos momentos yo la esperaba como a
una aparición mariana. De nuevo el tiempo se detenía y esta vez oscilaba entre
turbio y cristalino.
Por
fin se presentó la virgen anunciando la parada. Con los nervios, me pareció que
decía: “Leganés Central, blanco neutral”. Y ahí estaba yo el primerito con el
pulgar en el botón de apertura. Habiendo lidiado a diario con muchedumbres de
usuarios, no puede extrañar que me plantase en las escaleras mecánicas en tres
zancadas y media. Casi de inmediato ya estaba saliendo de aquella asfixiante
cueva metropolitana, atravesando casi literalmente las opresoras puertas de
acceso a la estación y respirando de nuevo la pura e inmaculada contaminación
del mundo exterior. Sin embargo, como dice la canción, “el aire se respira,
huele a tierra mojá”, con lo que quiero decir que había empezado a llover de
nuevo y con intensidad. Grises procesiones de paraguas chorreaban saltando de
las aceras a los charcos y viceversa. Nuestro ánimo es tan sensible a la
meteorología y sus cambios que la lluvia hizo sentirme hipersensible.
Tanto
hipersentía que escuché dentro de mí un lamento por el temor brutal que se
había apoderado de mí desde la salida de la librería. “No ocupes tu vida en
odiar ni en tener miedo”, lo había sacado de una de esas lecturas salteadas.
Así que renuncié a abrir aún mi paraguas y, en su lugar, me cobijé en el mismo
vestíbulo de la entrada a la estación de trenes, arrimado a una máquina de
Fotomatón. Y esperé. Sabía que al poco tiempo aparecería por allí una persona
atormentada. Sonó cerca un trueno como haciéndose el valiente y me di cuenta de
que, en rigor, una tarde así todos estábamos por allí atormentados.
Medio
escondido, ahora quería ser yo el que tomase la iniciativa. Veía pasar y salir
a muchos y a muchas, y ninguno parecía verme. Yo a ellos sí porque me esforcé
en hacer un buen escrutinio. La lluvia ahora era muy fuerte y, si se permite
exagerar el dicho, parecía que llovieran cántaros. Quizá nómada de sus
devaneos, Pedro cruzaba ya el vestíbulo para aventurarse hacia una calle gris
oscura y acribillada por chorros verticales. Tanta decisión me impulsó a
imitarle. Es decir, a seguirle ahora yo a él. Me sentía invadido por una
curiosidad entre romántica y policial. Lástima no llevar gabardina.
Sin
gabardina y con el paraguas cerrado trotaba yo pegado a un edificio
guareciéndome bajo su escueta cornisa. Seguir de incógnito y de cerca a alguien
que te conoce es una de las tareas más difíciles que existen, principalmente si
el perseguido goza de todos sus sentidos. Pedro parecía tenerlos un poco
embotados y, por otra parte, la visibilidad disminuía tanto como la audición a
causa de la tormenta. Aún así, la zona de incertidumbre de un peatón es enorme,
como les gusta recalcar en las autoescuelas. El peatón podría girar en
cualquier momento y en cualquier dirección, darse la vuelta quizá para recoger
la bolsa que se le ha caído, y descubrirme inmediatamente. O podría ser
atropellado al cruzar la calle. Tantos factores escapan de nuestro control que,
si los asumimos, oscilamos entre la completa entrega al albur de los
acontecimientos y el optimismo de actuar libremente confiando con cautela en
que el destino nos será favorable porque lo inventamos cada uno. No estoy
seguro pero creo que las autoescuelas se decantan por esto último, aunque
tampoco hacen mucho hincapié.
A
todo esto, el peatón se había desplazado sesenta metros por el crecido caudal
de la acera y, pese a seguir diluviando, la lluvia ya no le impactaba. Lo había
conseguido deteniéndose bajo la marquesina de una parada del autobús. Observé
sus movimientos durante cinco minutos. Su ausencia de movimientos, mejor dicho.
Más personas se fueron apretujando en la parada mientras tanto. Si él se
proponía coger el autobús y yo seguirlo, debía andarme rápido porque en ese
momento uno verde se acercaba, pero no tanto como para que la lluvia me dejase
leer qué trayecto tenía. Hizo allí su parada y yo me di prisa por llegar y no
perder de vista al imprevisible Pedro, que ya estaba en los escalones de subida
al vehículo.
Un
jubilado que había subido al autobús justo delante de mí me miraba serenamente
y con una sonrisa de benevolencia. Milagrosamente su abrigo y todo él estaban
secos, así que tanto su actitud como su imagen contrastaban con mi empapada
inquietud. Debió de notar mi impaciencia por encontrar un cartel con el
trayecto que hacíamos y creyó conveniente informarme con calidez:
-Este
va al cementerio nuevo de Leganés.
Me
quedé mudo, pero más por lo de “este” que por lo de “cementerio”. Dudé
seriamente de si se refería al autobús o a mi perseguido amigo. Era cierto que
la última parada era la del cementerio, pero Pedro perfectamente podría apearse
antes. Sin embargo, ahí me habían enviado un ángel bien identificado con el
Abono Transportes de Tercera Edad para avisarme de que “este” (el reponedor
junto al que nunca repuse) se bajaría precisamente en el cementerio. La lluvia
y esta angélica escena me acabaron de enternecer y se me ocurrió que las
figuras del Belén deberían cambiar un poco e incluir ángeles pensionistas.
Ahora
al tiempo le tocaba acelerarse en mi mente. No quería llegar a ninguna parte
subido en aquel autobús. Las paradas se sucedían vertiginosamente y los
viajeros subían y bajaban a cámara súper-rápida, como en esos documentales en
que la imagen explica gráfica y aceleradamente el paso de las estaciones, el
transcurso de la noche de un paciente sonámbulo o la putrefacción de un animal.
Yo había conseguido ocupar un asiento reservado, pero ya iban tan pocos
pasajeros que no quedaba ningún anciano de pie, ni tampoco lisiados ni
pre-mamás. Curiosamente delante de mí iba sentada una mujer embarazada,
exhibiendo la perfecta hermosura de su avanzado estado. Recordé unos apuntes en
los que Rilke siente que en el vientre de una mujer encinta reposan dos frutos:
un niño y una muerte.
Ese
pensamiento en realidad no debe inquietar a nadie, es una manera de contemplar
la fatalidad tan hermosa como la mujer que yo tenía delante de mí. Sí me
inquietó la imagen de esta embarazada bajando con lentitud del autobús en la
última parada de nuestro trayecto: el cementerio municipal. Voló mi imaginación
por entre nichos y tumbas y me pregunté por la inscripción sobre la cual
fijaría esa mujer su mirada los próximos minutos. El vuelo de mi atención
regresó y se detuvo a cuatro metros de mí, sobre la chaqueta militar de esa
figura ancha que había adelantado ya a la mujer. Bajo el arco de entrada al
recinto –“Parque Cementerio de Leganés”, rezaba allí- los andares de Pedro con
la bolsa que traía desde “Punto aparte” parecían menos pesados que antes. Sin
llegar a escampar, la lluvia era ahora mucho menos intensa.
El
cielo de una tarde lluviosa dice tantas cosas que quizá por eso me resulta
desazonador presenciarlo en el silencio de un cementerio. Un poeta sí fue capaz
de escuchar a las lápidas y comprendió la engañosa paz de los cementerios: más
allá de todo dolor, de todo temor y todo avatar mundano, en estos lugares se
promete “la deseable dignidad de haber muerto”. Lo dice Borges, no yo. No todo
transmite paz entre las cruces y los epitafios. En algunos cementerios he
llegado a leer letreros descorazonadores que dicen literalmente: PISAR SOBRE LAS LÁPIDAS ES MUY PELIGROSO.
Hay algo irónico en este mensaje, que apela a la libertad responsable de los
ciudadanos y no a la coerción. No es del tipo PROHIBIDO CRUZAR LAS VÍAS, sino que se parece más al tipo de
información pedagógica que aparece en las cajetillas de tabaco.
En
este cementerio en concreto predominan los nichos. Quedaba la suficiente luz
para que aquello no estuviera aún más cargado de truculencia. Me había
desentendido de la mujer embarazada, mientras que el que nunca fue mi compañero
de trabajo se dirigía a una zona del “parque” en la que, además de nichos,
había sepulturas. Delante de una de ellas se detuvo por fin este hombre
extravagante del que no había podido separarme en toda la tarde. Lo contemplaba
a unos quince metros, pero ahora no me importaba mucho que me descubriera y se
dirigiera a mí llamándome Angelito. Como si me llamaba Leonor y habíamos
trabajado de enfermeras en el Clínico. Sobre él y sobre mí caía la misma
llovizna.
Pedro
no permaneció mucho tiempo de pie frente a aquella tumba, sino que se sentó
cuidadosamente sobre su lápida. Así estuvo un buen rato, con la cabeza
ligeramente inclinada hacia abajo. Su actitud casi religiosa me obligó a mirar
hacia la tumba de mi abuela, que no estaba muy lejos de allí. Al volver de
nuevo la cabeza, vi que Pedro se dedicaba a retirar las flores del jarrón de
encima de la tumba. Me pareció que hablaba mientras hacía esto, al menos
distinguí un rumor así entre las gotas de agua. Después, con movimientos
decididos y nada ceremoniosos, cogió la bolsa que traía y sacó de ella las
flores de tela que me había mostrado en el bar. Tras depositarlas en el jarrón,
cogió uno de los libros que también llevaba en la bolsa y, como quien se
dispone a mecer los sueños de un ser querido, en voz alta comenzó a leer. Supe
que en aquella lápida figuraban unas “trabadas fechas fatales”, la primera de
la cuales era un día como hoy en el calendario.
A nadie más se veía por el “parque”. Mi libro, quizá regalado por el azar, era mi única compañía valiosa. Con la lluvia absorbida por sus páginas apretadas bajo el brazo, había envejecido rápido. Pero sobreviviría a tantas cosas. “Para ninguno de nosotros hay escapatoria posible a este inevitable destino”. Observaba y escuchaba a aquel hombre leer en la lluvia y supe algo: si la muerte propia es un punto y final, la muerte de los otros siempre se balanceará entre un punto y aparte y punto y seguido. Decidí aplazar la visita a la tumba de mi abuela para una mañana de sol.
Jesús Megía
Octubre 2006

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