Esta mañana, según le decía estas palabras a mi padre era como si las estuviera escuchando de él mismo en otro tiempo: “Venga, vamos a dormirnos un poquito”. Se me atragantó otra vez la infancia recuperada.
A mí, tan receloso a esa explicación tan común que ve las vidas como ciclos. Y hoy he visto a mi padre como el niño que fui y soy.
En aquellas siestas obligadas que para mí no tenían ni pies ni cabeza. La gran casa de la Calle Topete confabulaba para pasar de muchas maneras la sobremesa del verano que acababa. De muchas, menos durmiendo la siesta. Tantos gatos que perseguir por el patio, por el corredor, por las escaleras. En la casa de mi abuela María duerme aún mi infancia una insufrible siesta y, de vez en cuando, se despierta sobresaltada; y llorando sin saber bien por qué. Del televisor de la cocina llegaban a nuestra habitación reclamos como las sirenas de Odiseo. Mi padre fabricaba en aquella habitación una oscuridad muy bien lograda para las circunstancias. Como no había más que visillos en la ventaba que daba al corredor, él ponía una manta bien gruesa (en los pueblos siempre hay mantas gruesas) y a mí se me figuraba que estaba levantando una tapia con cemento y ladrillos. Tan sólo una rendija mínima de luz podía hacer que yo me aferrase a la libertad. Aquella ventana en cuyo dintel se cruzaban unas vigas de madera que a mí me parecían un barco. Sentía respirar fuerte a mi padre en la cama de al lado. Sabía que él aún no dormía porque ese era el preludio de un roncar primoroso, casi de manual, que yo heredaría con el paso de los años. “¿No puedo ir a jugar con los primos? Yo no quiero siesta”. Al principio él se interesaba pacientemente por mi inquietud, me advertía de los riesgos de que no pudiera ver los cohetes por la noche porque me caería de sueño, me recordaba que los primos también dormían la siesta en la planta de arriba y echaba mano de otras pocos argumentos, más cansinos que convincentes. Luego me decía: “Venga, vamos a dormirnos un poquito”. Y a mí se me llevaban los demonios porque de mi cabeza salían mil imágenes que se materializaban en el espesor oscuro de aquella habitación de pueblo. Y ninguna tenía que ver con dormirse.
Pero muy pocas veces me fugué de aquella condenada siesta. Me fijaba en esa especie de barco que formaban las vigas al cruzarse, me aburría o me entretenía conmigo mismo y lo siguiente, después de un tiempo largo e impreciso, era que alguno de mis hermanos me despertaba de golpe diciendo algo como “vamos a la plaza a comprar ganchitos, que la tía nos ha dado dinero” o “vamos a la feria a montar en el barco”. Yo miraba de nuevo el barco del dintel (ya no estaba la cortina improvisada con la manta) y me preguntaba si era de día o de noche y qué anestesia me había fulminado de aquella manera. Y luego miraba hacia la cama de mi padre, ya vacía y sin arrugas. Mis hermanos me resolvían la duda. “Él ya se ha levantado y se está poniendo el traje, para ir a la procesión”.
Mi padre vestido con el uniforme de soldado de la Hermandad de la Virgen de los Remedios: pantalón y chaqueta elegantes y oscuros, la banda azul y blanca cruzándole el pecho, el relicario prendido con la imagen de la patrona, la enorme espada que pesaba lo indecible. Mi primo Valentín y yo le mirábamos, él entre admirado y divertido, yo con orgullo. Es mi imagen favorita de mi padre joven. Acabo de hablar por teléfono con mi primo, hemos recordado con cariño esta estampa de mi padre y me ha advertido con ánimo que del suyo ya no puede disfrutar. Es algo que también me recuerda a menudo otro amigo mío, con una pizca de amargura.
Probablemente esta mañana mi padre ni se habrá acordado de aquellas siestas en que él custodiaba mi sueño y luego se vestía de soldado. Pero quizá al oírme decirle “venga, vamos a dormirnos un poquito” le habrá parecido que se lo estaba diciendo a un niño, tal vez al hijo que no tengo. Esta vez acostados en la misma cama, la de matrimonio de su habitación, me he creído con la estúpida responsabilidad de custodiar su sueño. Le he visto mirar al infinito por la ventana de su habitación, con unas ojeras tan grandes como las mías estos días en que estoy durmiendo más bien poco. Y miraba como persiguiendo desesperadamente el sueño que no llega en estos días tan calurosos y en estas noches en que le esperanza se escabulle. Y susurrando esa frase como en una letanía, he descubierto que me la estaba diciendo a mí mismo.
Jesús Megía
4 de julio 2012

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