Vivir en la cuerda floja. No estoy muy seguro de qué puede significar eso. Tal vez sea algo más que el gusto por el riesgo. Quizá desconfiar de lo seguro, rebelarse contra certezas excesivas. Porque estar absolutamente seguro de demasiadas cosas no debe de ser muy aconsejable. Hay algunas convicciones necesarias que nos abren caminos. Caminos en los que se cruzan tantas convicciones de los otros. Pero pensar que siempre pisamos sobre terreno firme me parece peligroso.
¿Y tomar conciencia precisamente de lo opuesto a la seguridad?
Creer que en cada paso lo estamos dando sobre una cuerda floja.
Tener en cuenta que si no estamos atentos (y aun estándolo) todo lo que parece sostenernos puede llegar a conmoverse. Y a conmovernos.
Que para guardar el equilibrio es preciso primero tomar conciencia de que en cada descuido y en cada fatalidad está el riesgo de perderlo.
Que recorrer airoso momentos importantes quizá requiere haber sido vulnerable al vértigo.
Que caminamos sobre un vacío que llenamos únicamente con una cuerda floja y con nuestros pasos, improvisados o calculados, sobre esa cuerda.
Poetas de nosotros mismos, aunque suene algo repelente.
En “Man on wire” (premiada con el Óscar al mejor documental en 2008), el funambulista Philippe Petit dice que vivir en la cuerda floja es ver cada momento como un reto. “La vida debe vivirse al límite”, afirma al final de la película, “rebelarse, no repetirse a sí mismo”. Eso me parece obviamente imposible como hecho. Es nada menos que un ideal, un sueño. Perseguir quizá lo imposible…
En “Man on wire” se habla de lo imposible en el sentido de lo descabellado, lo que parece inimaginable, lo increíble, lo “si-no-lo-veo-no-lo-creo”. Contemplar a alguien que camina por un cable tendido entre las torres de la iglesia de Notre Dame es un espectáculo increíble, mágico, simplemente profundo. Magnífico y misterioso.
Es un misterio indagar en los motivos de un espectáculo así, mientras que tenemos bastante claro cuáles han de ser sus efectos. Durante la danza de Philippe sobre la cuerda en Notre Dame se celebra un misa y todos están allí en terreno firme, religados ceremoniosamente. El artista improbable en el vértigo del vacío y los certeros feligreses en la estabilidad del Cielo. Entonces irrumpe en el templo la novia de Philippe clamando a la multitud la perplejidad que le provoca lo que está sucediendo fuera: “¡Hay un funambulista entre las dos torres!” Como una niña pequeña que señala admirada un avión en el cielo y sin palabras dice: “¡mira!”. Dejarse tocar por lo insólito no es siempre una actitud tan espontánea como en los niños.
Qué sueño tan increíble el de vivir la vida al límite. Como quien tiende su propia cuerda floja atada a dos extremos, así vamos tanteando límites. Y tal vez extendiéndolos. Entre dos árboles, sobre un enorme puente en Sydney, entre las torres de Notre Dame…
¿Y soñar con caminar entre las torres gemelas del World Trade Centre?
“Empecé en el funambulismo siendo un autodidacta. No soñaba con conquistar el universo sino con ser un poeta que conquistara escenarios espectaculares”. No es fácil comprender un sueño así, quizá los sueños en general tengan demasiado de incomprensible. En este sueño de funambulista hay tensión, nervios, emoción, experiencia extrema… Hoy solemos zanjar la cuestión hablando meramente de soltar adrenalina. Como si esa necesidad pudiera reducirse a una simple descarga de estress o algo similar. Quizá confundimos demasiado a menudo la adrenalina del fin de semana con la pasión. Si la adrenalina se libera haciendo puenting un domingo por la mañana, la pasión parece querer apropiarse de todas las fechas en la agenda.
Las pasiones tienen fecha de nacimiento, eso sí. En 1970 en la sala de espera de la consulta del dentista, Philippe Petit ve emocionado en una revista el proyecto de construir dos rascacielos gemelos en Nueva York. A partir de ese momento siente que cruzar sobre un cable entre esas dos torres será su motor, quedando todo lo demás supeditado a esa pasión. Caminar entre esos dos edificios que aún no existen se convierte en algo que se le instala dentro y desde allí le mueve hacia la culminación de un sueño quijotesco. Una llamada que lo desafía. Nada le aparta de esa llamada, ni siquiera la fría conciencia de sus posibles efectos fatales: “Qué muerte tan hermosa, morir en el ejercicio de tu pasión”.
Paralela a la construcción de las torres gemelas es la aventura de Philippe Petit y sus amigos desplegando su pasión durante cuatro años, hasta que en una mañana de agosto de 1974 escenificaron el proyecto de cruzar las célebres torres de Nueva York. El documental contagia sobre todo ilusión y lo hace mediante muchos aciertos en los que merecería la pena detenerse. Ya sólo la música de Michael Nyman acompañando a las imágenes originales de las obras en el World Trade Center es capaz de evocar la extraña belleza de cómo se gesta un emblema de la arquitectura occidental moderna, un dúo deslumbrante finalmente tan efímero como algunas pasiones. Y ese montaje de imágenes nos traslada a la construcción de las torres gemelas precisamente mostrándola visualmente junto con el propósito de Petit de cruzarlas sobre un cable, como pasiones gemelas. Grúas elevando gigantescas vigas y paneles a cuatrocientos metros sobre el suelo de Manhattan, y Petit aprendiendo a vencer balanceos de la cuerda sobre los abismos franceses; ambas ilusiones en una sola mirada. Y emociona ver nacer con pasión algo que tantos hemos visto derrumbarse por el odio. El 11 de septiembre de 2001, sin embargo, al menos personalmente tengo el recuerdo de haber conocido a la persona que me apasiona. Es tentador citar ahora a un famoso pensador del idealismo alemán: “Nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión”. Lo grande incluye inevitablemente lo mejor y lo peor. Decimos que hay pasiones que matan. De ahí la necesidad de encauzar determinadas pasiones, pero no de silenciarlas. La pasión no excluye la serenidad.
Pero la película también muestra cuánto esfuerzo y contradicciones hay en un camino que, como buena aventura, puede acabar en desventura. En sus imágenes y en sus testimonios se destaca sobre todo que ese camino era el de un grupo al servicio de un individuo. Todos para uno y uno solo en la cuerda. Caminar y vivir sobre la cuerda floja conlleva entre sus peligros desprenderse de compañías, de amigos, de novias. Desprenderse con todo ello de trozos de uno mismo, de partes del sueño que tal vez no sean esenciales pero que tampoco pueden llamarse accesorias porque su pérdida significa traicionarse un poco a sí mismo. Y la aventura compartida termina siendo el preámbulo de la pasión de uno solo.
Philippe, siendo un exhibicionista y dependiendo tantísimo para su exhibición de sus compañeros, está completamente solo en el tramo final de la aventura, a cuatrocientos metros sobre el asfalto de Nueva York, con las nubes más cerca de sus ojos que los espectadores ocasionales que miran asombrados desde la calle. Irremediable soledad. Nadie dará ni un solo paso por él en al cable de acero. A lo largo de cuarenta y tres metros y durante cuarenta y cinco minutos su cuerpo calibrará movimientos con soltura, improvisados y calculados, porque la pasión es más profunda que el vértigo, guardando el equilibrio con la conciencia de que en cada descuido y en cada fatalidad está el riesgo de perderlo, midiendo cada paso de su pasión, poeta de sí mismo... Ya no me suena tan repelente la expresión.
Según dicen, Philippe le dirigió unas palabras a una gaviota que le visitó cuando estaba tumbado boca arriba en la cuerda que unía las torres gemelas. Si estas palabras fueron como sus pasos en el cable, seguramente que aunque inverosímiles serían apasionadas, es decir, intensas y forjadoras de increíbles sueños. A veces un gesto de pasión o una palabra dicha con intensidad no necesitan ser grandilocuentes. La vida nos pone frente a gestos y palabras que nacen de la pasión pero que se hacen y se pronuncian con sencillez y medida. Abrazos apasionados, miradas apasionadas, un “gracias”, un “sí”, un “no” y por qué no un “tal vez” apasionado. Estaría bien no confundir la duda razonable con la tibieza o con la debilidad. La gaviota del World Trade Center tal vez escuchó un “tal vez” de boca de Petit, que había reunido la suficiente fuerza para pisar sobre la cuerda floja sin vacilaciones. Un poeta como Zaratustra dijo contemplando a un funambulista: “Amo a quien posee un alma profunda en el tormento; a quien una pequeña aventura puede hacer perecer, porque así cruzará el presente sin vacilaciones”.
¿Y tomar conciencia precisamente de lo opuesto a la seguridad?
Creer que en cada paso lo estamos dando sobre una cuerda floja.
Tener en cuenta que si no estamos atentos (y aun estándolo) todo lo que parece sostenernos puede llegar a conmoverse. Y a conmovernos.
Que para guardar el equilibrio es preciso primero tomar conciencia de que en cada descuido y en cada fatalidad está el riesgo de perderlo.
Que recorrer airoso momentos importantes quizá requiere haber sido vulnerable al vértigo.
Que caminamos sobre un vacío que llenamos únicamente con una cuerda floja y con nuestros pasos, improvisados o calculados, sobre esa cuerda.
Poetas de nosotros mismos, aunque suene algo repelente.
En “Man on wire” (premiada con el Óscar al mejor documental en 2008), el funambulista Philippe Petit dice que vivir en la cuerda floja es ver cada momento como un reto. “La vida debe vivirse al límite”, afirma al final de la película, “rebelarse, no repetirse a sí mismo”. Eso me parece obviamente imposible como hecho. Es nada menos que un ideal, un sueño. Perseguir quizá lo imposible…
En “Man on wire” se habla de lo imposible en el sentido de lo descabellado, lo que parece inimaginable, lo increíble, lo “si-no-lo-veo-no-lo-creo”. Contemplar a alguien que camina por un cable tendido entre las torres de la iglesia de Notre Dame es un espectáculo increíble, mágico, simplemente profundo. Magnífico y misterioso.
Es un misterio indagar en los motivos de un espectáculo así, mientras que tenemos bastante claro cuáles han de ser sus efectos. Durante la danza de Philippe sobre la cuerda en Notre Dame se celebra un misa y todos están allí en terreno firme, religados ceremoniosamente. El artista improbable en el vértigo del vacío y los certeros feligreses en la estabilidad del Cielo. Entonces irrumpe en el templo la novia de Philippe clamando a la multitud la perplejidad que le provoca lo que está sucediendo fuera: “¡Hay un funambulista entre las dos torres!” Como una niña pequeña que señala admirada un avión en el cielo y sin palabras dice: “¡mira!”. Dejarse tocar por lo insólito no es siempre una actitud tan espontánea como en los niños.
Qué sueño tan increíble el de vivir la vida al límite. Como quien tiende su propia cuerda floja atada a dos extremos, así vamos tanteando límites. Y tal vez extendiéndolos. Entre dos árboles, sobre un enorme puente en Sydney, entre las torres de Notre Dame…
¿Y soñar con caminar entre las torres gemelas del World Trade Centre?
“Empecé en el funambulismo siendo un autodidacta. No soñaba con conquistar el universo sino con ser un poeta que conquistara escenarios espectaculares”. No es fácil comprender un sueño así, quizá los sueños en general tengan demasiado de incomprensible. En este sueño de funambulista hay tensión, nervios, emoción, experiencia extrema… Hoy solemos zanjar la cuestión hablando meramente de soltar adrenalina. Como si esa necesidad pudiera reducirse a una simple descarga de estress o algo similar. Quizá confundimos demasiado a menudo la adrenalina del fin de semana con la pasión. Si la adrenalina se libera haciendo puenting un domingo por la mañana, la pasión parece querer apropiarse de todas las fechas en la agenda.
Las pasiones tienen fecha de nacimiento, eso sí. En 1970 en la sala de espera de la consulta del dentista, Philippe Petit ve emocionado en una revista el proyecto de construir dos rascacielos gemelos en Nueva York. A partir de ese momento siente que cruzar sobre un cable entre esas dos torres será su motor, quedando todo lo demás supeditado a esa pasión. Caminar entre esos dos edificios que aún no existen se convierte en algo que se le instala dentro y desde allí le mueve hacia la culminación de un sueño quijotesco. Una llamada que lo desafía. Nada le aparta de esa llamada, ni siquiera la fría conciencia de sus posibles efectos fatales: “Qué muerte tan hermosa, morir en el ejercicio de tu pasión”.
Paralela a la construcción de las torres gemelas es la aventura de Philippe Petit y sus amigos desplegando su pasión durante cuatro años, hasta que en una mañana de agosto de 1974 escenificaron el proyecto de cruzar las célebres torres de Nueva York. El documental contagia sobre todo ilusión y lo hace mediante muchos aciertos en los que merecería la pena detenerse. Ya sólo la música de Michael Nyman acompañando a las imágenes originales de las obras en el World Trade Center es capaz de evocar la extraña belleza de cómo se gesta un emblema de la arquitectura occidental moderna, un dúo deslumbrante finalmente tan efímero como algunas pasiones. Y ese montaje de imágenes nos traslada a la construcción de las torres gemelas precisamente mostrándola visualmente junto con el propósito de Petit de cruzarlas sobre un cable, como pasiones gemelas. Grúas elevando gigantescas vigas y paneles a cuatrocientos metros sobre el suelo de Manhattan, y Petit aprendiendo a vencer balanceos de la cuerda sobre los abismos franceses; ambas ilusiones en una sola mirada. Y emociona ver nacer con pasión algo que tantos hemos visto derrumbarse por el odio. El 11 de septiembre de 2001, sin embargo, al menos personalmente tengo el recuerdo de haber conocido a la persona que me apasiona. Es tentador citar ahora a un famoso pensador del idealismo alemán: “Nada grande se ha hecho en el mundo sin pasión”. Lo grande incluye inevitablemente lo mejor y lo peor. Decimos que hay pasiones que matan. De ahí la necesidad de encauzar determinadas pasiones, pero no de silenciarlas. La pasión no excluye la serenidad.
Pero la película también muestra cuánto esfuerzo y contradicciones hay en un camino que, como buena aventura, puede acabar en desventura. En sus imágenes y en sus testimonios se destaca sobre todo que ese camino era el de un grupo al servicio de un individuo. Todos para uno y uno solo en la cuerda. Caminar y vivir sobre la cuerda floja conlleva entre sus peligros desprenderse de compañías, de amigos, de novias. Desprenderse con todo ello de trozos de uno mismo, de partes del sueño que tal vez no sean esenciales pero que tampoco pueden llamarse accesorias porque su pérdida significa traicionarse un poco a sí mismo. Y la aventura compartida termina siendo el preámbulo de la pasión de uno solo.
Philippe, siendo un exhibicionista y dependiendo tantísimo para su exhibición de sus compañeros, está completamente solo en el tramo final de la aventura, a cuatrocientos metros sobre el asfalto de Nueva York, con las nubes más cerca de sus ojos que los espectadores ocasionales que miran asombrados desde la calle. Irremediable soledad. Nadie dará ni un solo paso por él en al cable de acero. A lo largo de cuarenta y tres metros y durante cuarenta y cinco minutos su cuerpo calibrará movimientos con soltura, improvisados y calculados, porque la pasión es más profunda que el vértigo, guardando el equilibrio con la conciencia de que en cada descuido y en cada fatalidad está el riesgo de perderlo, midiendo cada paso de su pasión, poeta de sí mismo... Ya no me suena tan repelente la expresión.
Según dicen, Philippe le dirigió unas palabras a una gaviota que le visitó cuando estaba tumbado boca arriba en la cuerda que unía las torres gemelas. Si estas palabras fueron como sus pasos en el cable, seguramente que aunque inverosímiles serían apasionadas, es decir, intensas y forjadoras de increíbles sueños. A veces un gesto de pasión o una palabra dicha con intensidad no necesitan ser grandilocuentes. La vida nos pone frente a gestos y palabras que nacen de la pasión pero que se hacen y se pronuncian con sencillez y medida. Abrazos apasionados, miradas apasionadas, un “gracias”, un “sí”, un “no” y por qué no un “tal vez” apasionado. Estaría bien no confundir la duda razonable con la tibieza o con la debilidad. La gaviota del World Trade Center tal vez escuchó un “tal vez” de boca de Petit, que había reunido la suficiente fuerza para pisar sobre la cuerda floja sin vacilaciones. Un poeta como Zaratustra dijo contemplando a un funambulista: “Amo a quien posee un alma profunda en el tormento; a quien una pequeña aventura puede hacer perecer, porque así cruzará el presente sin vacilaciones”.
Jesús Megía
Julio 2010
Julio 2010


No hay comentarios:
Publicar un comentario