Ni te imaginas


  El anciano desde su banco de la Avenida del Llano nos veía acercarnos y reírnos. ¿De qué nos estábamos riendo? No lo recuerdo. Seguro que celebrábamos alguna ocurrencia, alguna tontería de esas a las que nos gusta exprimirle sus posibilidades, imaginando todas las consecuencias absurdas y disparatadas. Probablemente estábamos tan metidos en esa distracción y tan divertidos, que el viejo desde su asiento lo observó con alegría, sin imaginar siquiera de qué estábamos hablando Laura y yo. Tal vez se contagió de la risa y se animó a participar. O tal vez era simpático con todo el que circulaba por delante de su banco.

   Era un señor bastante mayor, menudo y no demasiado encorvado para años que debería de tener. A pesar de ser una mañana de calor de agosto, llevaba encima de la camisa un jersey fino, como mucha gente mayor en el norte. Una gorra desenfadada y lucida con la visera un poco de lado le daba al octogenario un aire de chaval. Tenía una sonrisa sencillamente de anuncio en su rostro delgado. Sonreía con sus dientes intactos y con sus ojillos azules llenos de luz. Pero también sonreía con la frente sombreada por la gorra, con los pómulos encendidos y con una barbilla que era el cabo donde terminaban estirándose todas sus arrugas como si se desperezaran de una ancianidad que sólo fuera una modorra de media mañana. El viejo no estaba solo. A sus pies nos ladraba con demasiado ímpetu su pequeño compañero de orejas puntiagudas y no tan hospitalario como el amo, que lo mantenía sujeto por una correa.

   Cuando nos aproximábamos ya me parecía que el anciano iba a decirnos algo gracioso al hilo del humor que había advertido en nosotros. Y así al pasar frente a él, como si pidiera su turno de aportar alguna ocurrencia, levantó la mano mientras seguía riendo con más ganas. Llegó a decir: “Un muchacho de catorce o quince años…”. Pero su perro no le dejaba terminar la frase. “Un muchacho de catorce o quince años…”. La voz le salía en intentos interrumpidos por su mascota que, más molesta aún porque su dueño nos dedicase atención, no paraba de ladrarnos alternativamente a nosotros y al viejo. Éste tensaba la correa, y con la gorra propinaba sobre la cabeza del animal pequeños sopapos. Eran gorrazos como de fogueo, rotundos en su amago pero flojos en el remate. Así que los ladridos incesantes, los gorrazos disuasorios y las desconcertantes siete palabras avanzadas por el anciano pintaban un cuadro algo surrealista. Laura tiraba de mi mano y nos retiramos de allí continuando nuestro camino, no sin despedirnos del viejecito.

   Nunca llegué a saber cómo continuaba aquella frase. Ni siquiera sé si la intención del viejo era terminarla. Quizá eran palabras dichas al azar, sin mucha coherencia, con lo que el mejor predicado eran precisamente los ladridos irracionales del perro. “Un muchacho de catorce o quince años…guau, guau, guau…guau, guau…”. Como frutos de esa demencia que llamamos senil y que es más inocente que la juvenil. O bien esas palabras pudieran haber sido una expresión completa y con sentido por sí mismas, la exclamación de un tremendo deseo: “¡Quién fuera un muchacho de catorce o quince años!”. Así, el señor anhelaba recuperar aquella edad en la que él también iba por la calle rebosante de buen humor y riéndose de la vida. Con sus misteriosas palabras, pero sobre todo con su pura estampa, igual el viejo quería decirnos algo como: “qué gusto veros reír, me acuerdo de mis tiempos mozos en que me gustaba disfrutar de los buenos momentos y descojonarme de lo lindo con cualquier tontería, porque siempre hay algo gracioso, incluso es gracioso este dichoso chucho que ladra y ladra como un cabrón y no me deja deciros todo esto que quisiera”.

   Puede ser.

   Pero también puede ser que no. Que la frase fuese realmente el comienzo de una bonita historia o de una anécdota graciosa, de un chiste, de un refrán o de un chascarrillo. Tal vez le había sucedido algo curioso con un muchacho de catorce o quince años y lo quería compartir con nosotros porque le parecíamos dignos de su exclusivo Club de la Simpatía. Quizá ese chaval era un curtido skater, había pasado delante del anciano sentado en su banco y, distraído por el cancerbero celoso y poco mordedor, había acabado mordiendo el polvo y con el monopatín volando sobre su cabeza. Y con el viejo riendo a mandíbula batiente. O tal vez no se trataba de ninguna anécdota. A lo mejor el viejo quería presumir de su nieto adolescente, seguramente un chaval sano, guapo, alegre, deportista, quizá ya despuntado en la cantera del Sporting de Gijón. Y cuanto más orgulloso comenzaba la frase el abuelo del supuesto nieto sportinguista, más se empeñaba el perro en boicotearle la historia a ladridos. Tal vez en ese caso era un perro carbayón.

   Imaginar posibles finales para la frase del viejo es un ejercicio muy entretenido. Gianni Rodari, aquel maestro en el arte de inventar y contar historias, nos enseñó a fabular y a jugar, a disfrutar de la “gramática de la fantasía”. Solemos entender mal la palabra imaginación. A veces, en el mejor de los casos, se nos llena la boca pronunciándola y adoramos la imaginación como si fuera un don de algunos privilegiados, entre bohemios y artistas, oh cielos, de imaginación desbordante, decimos. Otras veces la entendemos sólo como un exceso, un peligroso alejamiento de lo pragmático; hablamos entonces casi de un vicio a corregir, de que el crío tiene “demasiada imaginación” o está siempre “en las nubes” o “con la cabeza llena de pájaros”.

   Ante la idolatría y la condena se impone tristemente el olvido de la imaginación para la comodidad de todos. Cuántas pedagogías se olvidan de lo narrativo a partir de determinada edad, cuántos medios de comunicación menosprecian lo fabuloso, cuántas ofertas de ocio dejan fuera el fomento de la imaginación para darnos un sucedáneo masticado. Estaría bien que, emulando a la DGT, el Estado nos advirtiera de algo como: “No podemos imaginar por ti”. Pero el caso es que efectivamente sí lo hace. Sería excelente que la imaginación se fomentara como un bien menos escaso. Parece que hubo un tiempo en que nos ponían a imaginar desde pequeños. No estoy muy seguro de que a mí me tocara tal Edad de Oro, pero sí recuerdo felizmente cómo siendo yo un niño mi abuela me contaban la historia de “la cabra montesina del monte Sinar” que a los niños que se pasaban de la raya de lo tragaba de un tragar, y otras patrañas aún más raras, interesantes y, sobre todo, inolvidables. Y mi madre me contaba cada dos por tres los insólitos entresijos de sus abuelos y bisabuelos. Y algo más tarde uno de mis hermanos me leía, ambos en la litera, historias de miedo como “El enterramiento prematuro”. Y otro hermano me contaba variaciones de su cosecha de los cuentos del Conde Lucanor, así como divertidas versiones (extrañas, personalizadas y mezcladas con anécdotas de la familia) de la Antología de la Zarzuela y éxitos del pop de aquella época.

   Y antes de llegar a la pubertad leí “Cuentos para Jugar” de Gianni Rodari y una profesora nos encomendó como tarea de vacaciones imaginar otro final más diferente de los cuatro que el autor había inventado para cada uno de sus cuentos. Fue un verano, eso es cierto, en que alterné la televisión y la consola de videojuegos con las historias de Rodari: los sombreros que llovían sobre Milán, el niño que se hacía pequeño cuando le dejaban solo, el flautista que encantaba a todos los automóviles de la ciudad, etc. Aún no era yo siquiera un muchacho de catorce o quince años…

   En “Gramática de la fantasía” se nos enseñan algunas técnicas, mostradas con la sabiduría de la experiencia y con ilusión de las fórmulas mágicas, para inventar historias. Así: la china en el estanque, los binomios fantásticos, los “qué ocurriría si…”, los errores creativos, las falsas adivinanzas, los cuentos al revés, las ensaladas de cuentos, etc. Gianni Rodari propuso algo así como una democratización de la imaginación narrativa. No debería ser patrimonio de unos pocos saber cómo se inventan las historias. Y podríamos enseñar a los niños a contar sus propias historias, a usar esas herramientas liberadoras que son las palabras. Él mismo lo propone así: “Todos los usos de la palabra para todos, me parece un lema bueno y con agradable sonido democrático. No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”.

Jesús Megía

Septiembre 2010

 
 
 

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