En las regiones
altas del Tíbet existe una ceremonia funeraria en la que el cadáver ni se
entierra ni se quema sino que se recicla inmediatamente, ofreciéndoselo de
comida a los buitres. La explicación antropológica más básica dice que esta es
la mejor solución en esas altitudes, llanuras a más de cuatro mil metros donde
es difícil cavar hoyos y conseguir leña para respectivamente enterrar o quemar
los cadáveres. Tras varios días de velatorio, cuando se cree que ya el alma se
ha reencarnado, un sacerdote descuartiza el cuerpo muerto ante el familiar que
lo ha llevado a su altar o “torre del silencio”, donde acudirán los buitres
para devorar en pocos minutos las partes blandas. Los huesos finalmente se
pulverizan a mazazos y se mezclan con harina de cebada para que las aves
carroñeras los apuren mejor. Cuando un occidental como yo escucha por primera
vez la noticia de este rito, más aún cuando ve imágenes de cómo se lleva a
cabo, seguramente le cause perturbación y en el momento no repare en el hecho
de que los tibetanos lo practican no desde el jueves pasado por la tarde sino
desde hace miles de años.
Que sea un rito
milenario no quiere decir que no sea cuestionable, sino que los practicantes no
se lo cuestionan tanto como yo cuando lo descubrí. Y aunque la primera reacción
ante esta práctica sea de rechazo tal vez por esa crudeza totalmente extraña a nuestra cultura, al
escuchar que tal ceremonia se denomina “funeral celeste” comenzamos a
plantearnos su bello sentido religioso, su autenticidad como gesto generoso con
la naturaleza (a los buitres se les considera seres sagrados que con la carroña
aceptan el curso natural de las cosas), su significado como despedida a un ser
querido que se devuelve al ciclo de la naturaleza, etc. Si uno ve cómo se practica un funeral celeste en ese gran documental titulado "El laberinto del Tibet" es casi inevitable reconocer la espiritualidad de un acto realmente carnicero. Es demasiado el atractivo
del budismo y espectacular la voz de Ramón Trecet narrando el final de este
tipo de exequias en un documental televisivo, mientras nos identificamos con un
espíritu que sobrevuela el mundo sensible con la ligereza de un buitre: “La
rueda de la existencia continuará girando y al final de la muerte nace otra vez
la vida”.
La comparación
con los enterramientos y las cremaciones surge enseguida, valorando la
conveniencia de que el cadáver se desintegre más rápido o más lento. Desde el
punto de vista egoísta a uno le debería dar igual lo que hagan con sus restos
tras la muerte. Decía un primo mío que “cuando nos morimos somos igual que un
perro muerto, no hay diferencia”, como para enfatizar el valor de los gestos en
vida y queriendo decir que cuando nos muramos nuestros restos mortales no se
diferencian en dignidad de los de cualquier otro animal. Igual de carroña son.
En ello hay algo de “funeral celeste”: el cuerpo des-animado es una cáscara
vacía en la que ya no queda nada sagrado. Pero creo que los tibetanos tienen
especial cuidado de no ofrecer a los buitres a los niños fallecidos, ni a las
embarazadas fallecidas, ni a los que murieron por enfermedad infecciosa. A esos
se esfuerzan por incinerarlos, supongo. Pero no se deja lugar para las
reliquias, tan queridas en nuestra tradición cristiana. En nuestra cultura ha habido rituales bastante más truculentos que los funerales celestes, como la moda de coleccionar reliquias e incluso preparar platos y bebidas con esos restos de personas que consideraban santas. Tal vez hoy nos parezcan costumbres bárbaras y supersticiosas, pero lo practicaban no hace más de cuatro siglos los próceres de nuestra civilización.
Lo central de la
comparación del funeral celeste con nuestras actuales prácticas funerarias de occidente está
precisamente en la crudeza a la que me refería al principio. El esposo de la
difunta tibetana carga con el cuerpo de esta, observa cómo el sacerdote lo
despelleja y lo descuartiza, cómo los pájaros hunden sus picos en sus restos y
al final él mismo machaca sus huesos para hacérselos comestibles a las aves.
Con la misma actitud con que yo participé en el entierro de mi padre velándolo,
eligiendo un ataúd y un epitafio, observando como le oficiaban un responso,
cómo transportaban su caja en un coche fúnebre y finalmente cómo lo introducían
en un hoyo y lo sepultaban con una losa. Es decir, la actitud de duelo puede
ser igual de natural pero creo que la inmediatez con la muerte es menor en mi
funeral terrestre. Solo un sector de especialistas (médicos, amortajadores, sepultureros...) tienen un contacto directo con la muerte. Me da la sensación de que voluntariamente ponemos distancia
con nuestros muertos desde el primer momento. Antes lo corriente era que las personas nacieran y murieran en casa. Hoy no velamos ya a nuestros muertos en la casa familiar porque hay tanatorios que facilitan todo. Y ayudan a poner distancia. Y esa distancia la pretendemos suplir con un
acercamiento espiritual y fingiendo una prolongación ficticia de la vida. A
veces alguien piensa cuando va a visitar la tumba de su familiar: "¿cómo
estará ya?". Y a mí con esa expresión se me viene a la cabeza que en vez de una
descomposición se tratase de una prolongación del envejecimiento, por mucho que
los gusanos hayan dado cuenta ya de los restos de mi padre. De alguna manera es
un consuelo seguir teniéndolos vivos de esa manera, dormidos en su nicho o en
su cama profunda. Mis comparaciones religiosas son sin duda groseras por desconocimiento, pero me parece que mostrar en el horizonte el destino de nuestro cuerpo le sirve tanto al budismo tibetano como al cristianismo para atemorizar y adoctrinar a sus fieles más fácilmente, ya sea con la excusa de la reencarnación o con la de una nueva vida más allá.
Jesús Megía López-Mingo
Mayo 2015
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