Las pequeñas y las grandes cosas

    En la edición de los premios Oscar de 2002 hubo una película que contaba con cinco nominaciones y no consiguió ningún premio. Se titulaba Amelie. Eso de quedarse sin premios no es algo tan raro en los festivales. Sin embargo, de las cinco películas nominadas ese año en la categoría de mejor película de habla no inglesa, once años después pocos de los aficionados en nuestro país recordarán al menos tres que no sean Amelie. Tal vez sólo no se olvida El hijo de la novia, que en España triunfó como la película entrañable que es. El caso es que en esa categoría ganó una película bosnia titulada En tierra de nadie, que algún crítico calificó como una sagaz denuncia de la guerra y de la política. Como aficionado, pienso que la denuncia social y comprometida es algo muy loable en el cine y en todas las artes, pero esta historia de la guerra entre serbios y bosnios se queda sólo en original y dista mucho de ser una película extraordinaria, no sólo como denuncia sino también como entretenimiento. 

 
    Aunque parezca raro y pocos lo reconozcan, creo que todos queremos decir lo mismo cuando opinamos públicamente que una película que hemos visto es muy buena.  Queremos decir que hemos visto una película como mínimo entretenida. Y casi también como máximo. El entretenimiento no es cualquier cosa, una película como Amelie se encargan de recordárnoslo.

 
    Entre las películas que más nos gustan las hay que además de emocionarnos nos dan que pensar. A mí esas son las que más me entretienen. Y no estoy hablando de los bodrios que dan dolor de cabeza. Las que olvidamos pronto son las que menos nos emocionaron y no nos sugirieron mucho, las menos entretenidas por tanto, aquellas que nos parecieron divertidillas, graciosillas,...entretenidillas. Pero las realmente entretenidas no son sólo las que nos hacen pasar un rato agradable, sino las que nos pueden seguir entreteniendo perfectamente durante otros ratos, por ejemplo recordándolas y recreándolas. Quizá parezca una noción demasiado exigente de entretenimiento, pero me estoy refiriendo a películas de cine y no a cosas que entretienen de diferente manera, aunque no de cualquier manera.

 
    Precisamente lo que me da que pensar Amelie es que las películas deberían entretener al modo en que nos resultan entretenidos los ratos más intensos de nuestras vidas, que no son necesariamente los que comúnmente consideramos como los más importantes. Muchas veces, sin embargo, aunque triviales esos momentos se convierten en inolvidables, como muestran precisamente los personajes de esta película. Sinceramente, recordaba con exactitud muy poco de la historia de Amelie hasta que la he vuelto a ver después de diez años. Pero no por ello me había olvidado de muchos de sus detalles. Cuántas veces hemos vivido algo especial, lo hemos recreado y transformado sin tener en cuenta que pueda haber algo así como un original con el que algún día quizá compararemos el recuerdo. Solemos decir “cómo había idealizado yo esto”, casi siempre con decepción. Como con las películas el original es posible, reconozco que había idealizado un poco Amelie, pero que aún así sigue siendo tan entretenida como inolvidable.

 

    En Amelie, como en tantas otras películas, se habla directa e indirectamente del encanto de las pequeñas cosas; sobre ello hablan los personajes y con ello se desenvuelven. Esa preocupación es propia de la visión romántica del mundo. Amelie en general y Amelie en particular son románticas en uno de los sentidos más rigurosos que se le pueda dar a ese adjetivo. Es decir, romántico como lo que rompe lo cotidiano, como lo interesante, lo encantador, lo mágico, lo que nos muestra otros aspectos de lo real, lo sugestivo, lo que cambia todo el panorama y lo reviste de una apariencia de simbólica fantasía, etc. Todo eso ya no es simple entretenimiento, se pensará. Bueno, es que un romántico (una romántica como Amelie) no se puede entretener con menos que todo eso. Su visión romántica implica el desafío de dar a lo más común y habitual del mundo un sentido misterioso. Las pequeñas cosas vulgares están llenas de una especial dignidad  y así se nos presentan si ponemos en ellas ese sentido alto, misterioso. Por eso para el romántico las cosas habituales y caducas tiene el  “brillo de lo infinito”. Las cosas del mundo entran en el corazón del romántico y de él salen bombeadas continuamente, revestidas de la belleza que ese sentimiento visceral les da. Y la belleza, dirá un romántico tardío, es  el comienzo de lo horroroso. También esa idea aparece en Amelie.

           

    Este espíritu romántico es según creo la virtud de Amelie, además de otras muchas como el ritmo dinámico de la narración,  la interpretación acertada de muchos de los personajes, la presencia de un sentido del humor sencillo, el sacar partido de tópicos parisinos como un café o una frutería de Montmartre y ello sin empalagar. Y no sólo por su argumento sino sobre todo por lo puramente visual, es fácil calificarla como “una película muy bonita”, con todo lo que esa expresión pueda connotar. Las críticas en general fueron benevolentes con Amelie y rápidamente se convirtió en una película popular y comercial, lo cual no deja de ser otra virtud. Además de ser entretenida era sorprendente y uno salía del cine sintiendo que había visto algo conmovedor y además diferente. Hoy ya su estilo no lo es tanto y esos destellos los hemos vuelto a ver reproducidos con menos brillo y fortuna en otras películas como La elegancia del erizo.

    Tampoco voy a negar los puntos débiles de Amelie, pero me llama la atención que la mayoría de las críticas menos favorables que ha recibido esta película vayan precisamente en la línea de rechazar moralmente el romanticismo con el que sorprendió a tantos espectadores aburridos de supuestamente fabulosas comedias románticas sin comedia ni fábula ni romanticismo ni sal ni… entretenimiento. Entre ese tipo de críticas a esta película quizá “demasiado bonita”, cito aquí una opinión bien formada de alguien despierto y muy decepcionado tal vez por no haber encontrado en Amelie algo auténtico, real, profundo, serio, maduro y con sentido:

    “Una película que ha creado un monstruo. Una película que ha creado un montón de sueños en adolescentes, que jamás podrán realizar. Una película que preconiza la irrealidad, la magia y el destino venturoso en la vida de las personas. Un espectáculo de fuegos artificiales pop para gente que vivirá creyendo que sus sueños se van a cumplir espontáneamente. Un canto a la superficialidad, al esteticismo. Una ventosidad generacional que nos ha vuelto a traer a la mujer insegura, frágil, virginal, romántica y casamentera de la época victoriana. En definitiva, una monstruosidad vestida de seda para tiempos de gente con ganas de vivir monerías y cucadas y no vivir una vida plena de conocimiento, sentido y realidad. Un sueño del que es mejor no despertar leyendo este tipo de críticas”.

 
    En definitiva, viene a decir este espectador ávido de dura realidad, lo romántico está pasado de moda y pertenece a una etapa adolescente de la historia de nuestras vidas que tarde o temprano se supera. Lo verdaderamente curioso es que ese afán de realismo pragmático reside en la mayoría de nosotros y surge de vez en cuando para ver si por fin logra quitarle las gafas al romántico que casi todos llevamos dentro. 

Jesús Megía
Enero 2013


 


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