Para que no se me olvide

La fecha de su descubrimiento
no fue registrada
en libro de Historia alguno
ni es conocimiento atesorado
por ninguno de los sabios.
Como acontecimiento
no constituye estudio
de ningún saber o disciplina.
Ni siquiera los cronistas de la prensa
se ocuparon de ello.
Y sin embargo,
en mi casa lo tenemos por clave maestra
de nuestro relato.

El caso es que la revuelta estalló
una tarde noche
hace poco más de un mes,
con bandera de paz guerrera,
llorando a pulmón abierto;
sólo un insurrecto
y sólo un cabecilla: tú, hijo mío.
Se te detuvo,
se te puso en libertad,
tú me dirás.
Tu única audacia,
el haber nacido.
Y apresurándote,
sin dejarte tiempo
a echar un vistazo
y curiosear al menos
a ver a quién habían salido tus padres,
rompiste a llorar
como un clásico: único, irrepetible,
inagotable.
Aunque lo esperaba,
ese llanto
me cogió desprevenido,
adormecido;
lo más normal del mundo,
sucede algo parecido
con la alarma del despertador
o el canto del gallo:
"que ya ha amanecido!"
"padre, que ya he llegado,
avise usted a madre
por si con tanto empujón
no se hubiera enterado!"

Desde aquel momento
todo ha devenido
por los cauces que has querido.
Cuando clamas furioso
no pareces tan indefenso,
tan vulnerable.
Esa es tu fuerza:
persuade tanta fragilidad.
Un diseño de ensueño
este modelo bichín,
tan demandado,
tan-poquita-cosa:
finita y suave la piel
redondito en cada pliegue,
hueles a lomo de ángel
(como dicen que dicen los de La Ayna),
almohadillado
allá donde se te plante un beso,
cabeza bamboleante,
me impregnas de calor
el cuello con tu resuello
y sencillamente
si uno no enloquece entonces...
es que ya está loco.

Como todos estos detalles
(aunque tal vez trillados)
tienen valor por sí mismos
yo no pretendo atraparlos
pero sí dejarlos listos
para evocarlos,
para recrearlos
algún otro día.
Que no se me olviden.
Que esta tarde recorro
en cien vueltas el pasillo
contigo apretado contra mi pecho,
desafinando canciones
improvisadas
que por algún motivo...
te calman.
Que hoy te miro
y me aguantas benévolo la mirada,
quién sabe lo que esos ojos verán,
quién lo que adivinarán.

Tú nunca recordarás
estos días,
como nadie recuerda la primera vez
que bebió agua,
la primera vez
que bostezó,
la primera vez
que rió con ganas.
Yo, como cualquiera,
tal vez integre estos días
en una historia que rueda
hacia adelante por suerte:
el-niño-que-crece-con-salud-que-no-es-poco.
Eslabones de una cadena
que felizmente
enganchan.
O tal vez logre rescatarlos,
desde ahora,
de esa rueda de los días
para anotar que fueron singulares;
para señalar que entre tanto llanto
hoy,
esta noche,
tu risa reflejó
algo más que un reflejo.
Que te has reconciliado
por vez primera
con este otro mundo
y le has plantado cara
con una sonrisa genuina,
justa trampa para sólo
recompensarme.
Trampa trampolín
para volver a enfadarte mil veces.
Amanecerá
y muchas realidades volverán
a ser turbias,
a confundir
lo superado con lo suprimido
y, con ello,
a lograr un manso olvido.
Otras aventuras, hijo, alcanzaremos;
tal vez mejores,
pero no serán estas.
Por eso las cuento
una a una.
Para que no se me olviden. 

Jesús Megía López-Mingo
16 octubre 2013


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