La noche del
24 de diciembre de 2011 cenamos a solas mi padre yo. A un metro y medio veía la televisión su compañero Adrián, un tipo majo y sufridor del Atleti que
precisamente ahora sufría allí pero por el post-operatorio de sus lumbares y al
que yo daba palique, ahora sobre deportes, luego sobre política de obras públicas
y más tarde sobre mujeres de costumbres ligeras, que era sin duda la
conversación que más le motivaba. Como ausente a mis charlas con su compañero de
habitación, mi padre hincaba sin pasión el diente a su merluza en salsita sin
sal. Cuando el señor Antonio Megía dio buena cuenta de las sosas y
hospitalarias viandas que componían su cena especial de Navidad, me pidió con la
mirada que bajara de nuevo la inclinación de la cama. Así lo hice, dándole
antes la medicación que tocaba. Y se quedó con su expresión de tristeza y sus
ojos fijos un techo blanco que, sin embargo y debido al Risperdal, mi padre
percibía de color roble, según su propia descripción bajo los efectos de las
drogas. "De color roble veteado", precisaba. Y yo me quedaba con la
duda de si me vacilaba, así que por si acaso le pedí a la enfermera que por favor
le ajustaran la medicación para evitar los delirios, las alucinaciones, las
pesadillas y, en definitiva, todo las inquietudes que mi pobre padre desplegaba
durante la noche, incluido el despelote de pijama, que parecía abrasarle.
La noche no
fue buena. Es obvio que en un hospital más que la Nochebuena se puede celebrar
como mucho la Noche No Tan Mala. A no ser, claro está, en las habitaciones de
maternidad, donde sí debe de evocarse de alguna manera el calor, el amor y la
esperanza de un pesebre en el Belén de comienzos de era. Pero padre e hijo no
pasamos precisamente la noche entre mamás recién paridas, ni siquiera en
traumatología (como correspondía a su flamante y estrenada prótesis de cadera)
sino en geriatría. Y allí el personal no era de amable cuento navideño, sino
gente de actitud más bien agria y estresada que a cada minuto hacían alusión a
los recortes, a la falta de personal y de medios y a la precariedad general de
la sanidad pública. Precaria no en su sentido positivo. Yo me había propuesto cuidar de mi padre y estar pendiente
de sus necesidades sin tener que discutir con nadie por allí, porque tras
varios días eso ya me aburría un poco y no le aportaba nada a la recuperación
del señor Antonio. Así que ambos intentamos a duras penas descansar y lo
hubiéramos logrado de no ser por las ya mencionadas pesadillas y alucinaciones.
Cada poco mi padre me llamaba solicitando en delirios cosas de lo más
inverosímil: pedía su bastón para irnos ya a casa o una cadenita o cordoncito
para sujetarse el brazo al quitamiedos de la cama o un trozo de turrón que se
imaginaba ver en el suelo.
La mañana de
Navidad mi padre dormía en paz descansando del tormento de una noche toledana.
Y yo, además de sufrir por su estado y entre un poco de lectura y un poco de
videojuego, también había conseguido dormir algo. Tenía pensado, tras darle el
desayuno, coger una silla de ruedas y pasear juntos un poco por aquellos
pasillos anchos y decorados con hojas de acebo, bolas y espumillón. En cada
unidad de aquella planta habían montado un bonito belén, con su castillo, sus
casitas y su río. Mi padre siempre fue un apasionado del belén y de pequeño me
llevaba por Reyes a ver el que el señor Baldomero instalaba en Ocaña, con agua
impulsada con una bomba y todo. Así que me dije: "Hoy, día de Navidad, tengo
que llevar a mi padre a ver un Belén en este hospital como sea". Pero no hubo
manera, porque mi padre estaba demasiado cansado y dolorido como para montarse
siquiera en una silla de ruedas. Pero no dándome por vencido pensé: "Si
Mahoma no va a la montaña, esta tendrá que ir a Mahoma", aunque esta frase no
era muy adecuada a mis planes cristianos. Mi padre parecía un poco más
orientado tras tomarse su descafeinado con dos galletas. Le recordé que era
Navidad. "Ya, hombre" me dijo con orgullo. Pero sospeché con pena que
en realidad me hubiera respondido lo mismo si le hubiera informado de que hoy eran
los sanfermines. "¿Quieres ver al Niño Jesús?" le pregunté. Y él
asintió sin demasiado interés por el tema, quizá porque temía que aquello le
supondría esfuerzo. "Pues yo te lo traeré".
Justo cuando
yo decía esas palabras entraba a la habitación mi hermano Francisco, que venía a
relevarme. Le expliqué a mi hermano mayor que me proponía perpetrar nada menos
que un secuestro express del Niño Jesús del pesebre que había en la unidad de
geriatría. Mi hermano al principio pareció desconcertarse con semejante
disparate, pero cuando asimiló la noticia no sólo me mostró su comprensión sino
que se prestó de buen grado a colaborar en mis planes de secuestro. La idea era
sencilla: ir a Belén y traer al Niño de visita a la habitación 409 para que mi padre
pudiera darle un beso y, acto seguido, devolverle a su humilde cuna de paja y
heno. Lo que se dice llegar y besar el santo, pero literalmente. ¿Posibles
riesgos? Que San José se interpusiera y diera la voz de alarma, provocando los
mugidos del buey y los rebuznos de la mula y, en consecuencia, la intervención
inmediata de algún pastorcillo, o peor, de algún enfermero o celador que pusiera
fin al secuestro tal vez con la ayuda de los GEOS. Por tanto, el papel de mi
hermano consistiría en despejarme el camino y distraer tanto a las figuritas
ciudadanas de Belén como al personal de geriatría del Severo Ochoa para
secuestrar al niño Dios. Hacía falta valor para semejante acto blasfemo, pero
la alegría de mi padre finalmente le daría otro sentido al sacrilegio.
El secuestro
salió a la perfección según mis planes. Sobre todo porque en aquel pasillo de
hospital todos parecían estar demasiado ocupados como para prestar atención a
este pobre diablo cogiendo prestada la figurita del niño. De todos modos mi
hermano se esforzaba por hacer bien su trabajo y me iba susurrando "camino
despejado, camino despejado". Yo, con el niño en brazos que iba como Dios,
le echaba a mi hermano miradas de lástima, que obviamente él no captaba. Al
entrar en la habitación, mi padre nos miró con cierta sorpresa y creí ver
cierta alegría en su rostro. Craso error, interpreté que al menos se emocionaba
al ver el interés de sus hijos por poner una nota de alegría y humor a aquella
dura Navidad. Le dije: "Mira lo que te traemos!". Y tuve la poca
cautela de dejarle al niño en sus manos... porque el hombre en su caos mental
confundió la figurita de escayola tal vez con una figurita de mazapán. Y, para
mi espanto, ya se iba a meter al Niño en la boca, que abría con voraz apetito a
pesar de no haber desayunado mal. Como inmediatamente le grité
"nooooooooo", mi padre no culminó el bocado que hubiera puesto a prueba
su dentadura postiza y seguro que también su gaznate. Y alarmada por mi grito acudió de
inmediato una enfermera a ver qué pasaba. "Nada, nada, ya está
resuelto". Estas jamelgas con bata acudían con apremio cuando no se las
llamaba y no cuando sí hacían falta!
A punto de
haber estado comulgando literalmente el cuerpo de Cristo, le expliqué a mi
padre su error: que aquella figurita no era para comérsela sino para adorarla.
Vi que su expresión era de "vaya hijos más gilipollas tengo". Pero su
bondad le impulsó a decir sólo: "joder, es que no especificáis...". Y
a los pocos minutos el pobre estaba dormitando de nuevo. Hoy, justo un año
después de esta estúpida anécdota y aunque no tenga mucho sentido como
moraleja, me doy cuenta una vez más de esta convicción mía: que los padres se
desviven por hacer lo que creen que es mejor para sus hijos y a veces tal vez se
equivocan pero... que los hijos, hagamos lo que hagamos, aunque no pretendamos ser
unos ingratos, nunca conseguiremos pagar del todo la deuda improbable que tenemos
con ellos de por vida.
Jesús Megía
24 de diciembre 2012
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