Tesoros deslucidos

   -Ya no caben más papelitos. Creo que vas a tener que limpiar un poco la pared para dejar espacio.
 
     Un poco sobresaltada y con el papel temblando entre sus dedos, la octogenaria levanta la mirada hacia el bedel que acaba de dirigirle la apreciación y se queda así unos segundos. Luego echa una mirada a la pared como quien contempla Las Meninas a un metro de distancia. Gira de nuevo la cabeza hacia el bedel y le sonríe:
 
     -Es verdad, guapo. Algunas notas no tienen ni fecha, puede que sean de antes de empezar el verano. Mira, si hay crismas y todo…
 
      La anciana dice esto fijándose en una estampa de colores en la que habían escrito con trazo pastoso: FELIZES FIESTAS A TODOS HABER SI EL AÑO QUE BIENE NOS COMEMOS EL TURRON OTRA VEZ. LOS QUE PODAIS CLARO. YO SI QUE ME LO COMI ESTE AÑO ADIOS GRACIAS. LA QUE SE ANIME, LA NOCHEVIEJA LA PASARE SOLO. AGAPITO.”
 
        Olvidándose por un momento del papel que iba a pinchar en la pared, Doña Aurora ahoga un suspiro recordando aquella sonrisa de dentadura perfecta e implantada, tan apta para la seducción como para el turrón, que el señor Agapito había estrenado justo cuatro meses antes de incinerarle allá por marzo. “El Señor te tenga en su Gloria”. Y se le imagina amortizando sus dientes en un convite de ángeles y serafines masticando tocino de Cielo, huesos de santo y otros manjares de esa comarca.
 
       Mientras despega el adhesivo de aquella felicitación navideña, la anciana vuelve a pasar su mirada por el resto de papeles, que se solapan y se remontan unos a otros como un oleaje de opiniones, deseos, anhelos, quejas, agradecimientos, ofertas, preguntas, réplicas, piropos, poemas, incoherencias… No sólo palabras, también tres fotos aquí, un dibujo allí, más allá una flor o un décimo no premiado de lotería.
 
        Logra detenerse en algunas. Una: “Gracias por acordaros de mi cumpleaños, majos”. Otra: “Este viernes me llevan a casa de mi nuera, ay la que me espera…”. Y más: “Vendo un calienta-leches como nuevo, casi a estrenar, en su caja, le falta sólo el cable, el asa, la tapa y que la lucecita parpadea un poco”. “Rosa, desaboría, a ver si me haces un poquito de caso”. “Esta niña tan guapa de la foto es mi nieta de comunión”. “Al final a mi también me han puesto a tomar Sintrom”. “Salud, camaradas, anoche tuve un sueño erótico con la Pasionaria”. “No me esperéis esta tarde para la partida”. “¿Alguien sabe qué significa la palabra “siempre”?. “He perdido un billete de cien pesetas creo que en el WC de arriba, tiene valor sentimental por si lo habéis visto”.
 
       Era cierto: tocaba hacer una limpia en aquel mosaico vertical.
 
      ¿Cómo y cuándo empezó aquello del muro? Estas cosas funcionan cuando no son muy premeditadas. De hecho en sus comienzos la pared estuvo casi impoluta casi tres meses a pesar de que oficialmente estaba destinada a ser espacio de comunicación para los jubilados del Centro de la Tercera Edad Los Tilos. Nadie parecía querer saber nada de tablones cuando las conversaciones de tú a tú fluían naturalmente en las mesas, entre cafés, fichas de dominó, periódicos, naipes, bolas de billar, cortes de pelo y permanentes. ¿Quién necesitaba comunicarse mediante papelitos?
 
     Pero de la noche a la mañana en mitad de aquel desierto mural brotó un ejemplar insólito: una fotografía muy antigua de un soldado de infantería con bigote, nariz hundida y mirada lunática. Un pie de foto sobre cartulina rosa y con caligrafía amanerada decía: “Qué guapo eras, Paco”. Tal dedicatoria habría sido un tierno homenaje póstumo de una fiel enamorada a su marido de toda la vida de no haberse tratado de una broma entre amigos del hogar del pensionista. Es un misterio cómo consiguieron el retrato. Pero el aludido, Paco “El Redford”, lejos de sentirse mofado y de quitar su foto de la pared, la miraba con media sonrisa durante sus partidas de mus y se tomó con humor la gracia que amenizó las conversaciones por aquellas fechas.
 
    Y aquello fue el pistoletazo de salida. Tras aquella primera estampa en la pared se fueron añadiendo comentarios de unos y de otras acerca del porte militar y la guapura de Paco puesta en entredicho. Nunca en sus setenta y tres años de soltero había tenido Paco tanto éxito y popularidad. Aun cuando el asunto daba mucho más de sí, ya otros se aventuraban en aportaciones de otra índole. Hoy una receta de unas galletas sin azúcar. Mañana una invitación masiva a un mitin o a un concierto de la banda de tambores y cornetas en la plaza. Pasado mañana unas rimas de Bécquer pero firmadas por uno que se las había apropiado quizá de tanto repetirlas en soledad y que ahora veía su oportunidad de publicarlas con orgullo y sin temor a denuncias del autor o sus herederos.
 
    Precisamente la autoría, la firma, era una obligada constante en cada nota que se añadía al muro. Hasta que dejó de serlo. Aquella época de anonimato había de llegar y se conoce como la era de los cotilleos. Muchos opinan que en esta época el muro llegó a su plenitud y máximo esplendor al desarrollar su naturaleza intrínseca. Doña Aurora sencillamente lo había expresado así: “La gracia del invento está en esto”. 
 
        ¿Sirvió este invento para hacer más rica, franca y clara la comunicación entre los jubilados de  Los Tilos? No mucho, ciertamente. Pero fue una época curiosa y divertida.
 
     “Me estoy empezando a mosquear”, firmaba en la pared un tal Ginés. Como no se especificaba el motivo del mosqueo, había quien le preguntaba directamente al mosqueado y había quien hacía sus propias conjeturas en forma de nueva etiqueta en el muro. Las notas de un mismo tema se solapaban. Incluso se añadían comentarios en el papel original con flechitas. Y los comentarios firmados se alternaban con los anónimos en ristras que se alargaban sin tino o llegaban a un final abrupto: “¿Te hemos hecho algo, Ginés?”. “El que se pica, ajos come”. “Ya os contaré en el vermú”. “Mejor por SMS”.”Ya me ha contado la Pili, vaya papelón, copón”. “Ginés, qué pasa hombre ¿tienes problemas con la Pili?”. “Que no era mi Pili sino la de Domingo”. “¿Pero con tu mujer estás bien?”. “Sí, pero sigue jorobada”. “El domingo no pudo ser porque no os vi por aquí ni a ti ni a la Pili”. “Digo la mujer de Domingo. Y el domingo sí que vinimos pero después del fútbol”. “¿Qué domingo?”. “El de la Pili”. “¿Pero este último o el domingo de la semana del Corpus?” “Mejor a ver si hablamos en persona”. “Pero si no te veo por aquí”. “Llámame”. “Si no tengo tu teléfono”. “Pídeselo mejor a Cosme”. “Tampoco coincidimos últimamente”. “¿En qué andas metido que no te vemos el pelo?”. “Joder, los nietos que no veas que trabajo dan”. “¿Sigues mosqueado?”. “Sí, pero aquello ya está, ahora es por otra cosa”. “Ginés, ¿sigues aún resentido con nosotros?”. “¿Y la Pili cómo marcha de lo suyo?”. “Como una rosa, ahora ando jodido yo”. “Por cierto ¿sabéis qué es de Rosa?”. “Con la mayor y los chicos se ha ido a Torrevieja”. “Ya está aclarado el malentendido, la última ronda la pagó Pepe”. “Claro, ya te dije que fue Pepe y no me hacíais caso”. “¿Estabas mosqueado por eso?”. “Como para no mosquearse, joder, pero no era por eso”. “Ginés, ¿te hemos hecho algo? Si es por el premio de la quiniela de la semana que no jugaste, lo hablamos y punto”. “Atiende, que Pepe sólo abonó lo suyo y se fue el primero”. “Ginés, soy Cosme, yo tampoco tengo tu teléfono”. “Manolo sí lo tiene que tener, pídeselo”. “Me lo ha dado pero contestan en una confitería”. “Se conoce que tiene el antiguo, lo cambiamos. Ya te llamaré yo, dime el número”. “El Domingo lo tiene”. “Entonces nada, Ginés,  porque no vuelvo hasta el lunes”. “Joder, no hay manera de entenderse”. “Ginés, atiende ¿te hemos hecho algo?”
 
     Aquellas historias y otras parecidas, como es natural, no sólo eran seguidas por sus autores sino que servían de entretenimiento a un público que conocía a sus protagonistas de primera mano. O de segunda, pero las notas del muro los mostraba con otra cercanía. Doña Aurora, sin ir más lejos, había intercambiado una buena colección de notas con compañeras con las que de viva voz había llegado a cruzar no más de diez palabras en el hogar.
 
    Ahora la anciana lee de nuevo su propia nota, la que tenía preparada en su mano mientras se ha quedado absorta en el mar de vivas inquietudes del muro. Y experimenta eso que llamamos sentimientos encontrados. El tablón público ampliaba las formas de hablar, si bien formas siempre indiscretas. Lo privado nunca dejaría de tener su discreto espacio, las conversaciones seguirían siendo un placer cotidiano, pero de alguna manera había comenzado una invasión de esos pequeños tesoros privados en el terreno público. Expuestos y manoseados en el mostrador, esos tesoros inevitablemente se deslucen bastante. “Me alegro de verte hoy” puede ser una de las frases más sencillas y brillantes de cuantas se puedan decir. Puede ser dicha con toda el alma y puede tener unos efectos espectaculares sin necesidad de ser un espectáculo. Y esa misma frase puede resultar también una banalidad como un piano cuando, aun sin intención en muchas ocasiones, se ofrece al aplauso o a la censura pública o masiva.
 
        Descartada la tarea gigantesca de hacer limpia en la pared, ahora la mano temblorosa de Doña Aurora queda suspendida en una sola indecisión: en qué parte del muro colocar el papel que había escrito de todo corazón para el bedel del hogar, que a pocos metros hojea su diario deportivo.
 
 
Jesús Megía
Mayo 2011  

                                                  

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