-La doce y media, chiquilla.
Él acaba de romper con esta noticia un intenso silencio de cuarenta
minutos. Ella no le había preguntado la hora, pero le sonríe con pícara
dulzura. No era una mera señal horaria, sino una invitación a levantarse del
banco y volver a casa. “¿Qué prisas tienes, rapacín?”. Igual que aquel otro
sábado. Un sábado de fiesta por la noche en que bailaban abrazados y la mano
del muchacho hacía un descenso lento pero decidido por el tobogán de las
lumbares de aquella preciosidad. Ella impidió que aquella mano bajase más de lo
establecido, le miró igual y le dijo igual: “¿Qué prisas tienes, rapacín?”.
Bailaban, casi volaban, y en aquel momento la sangre de ambos era bombeada con
el ritmo de una fábrica de rosquillas. Y sus pupilas se dilataron como la luna.
Él estaba a punto de ponerse a aullar como un lobo y ella flotaba como los
vapores de la verbena. “La luna está totalmente llena”, dice ella. “¿Llena?
Entonces esta noche iremos a otro sitio para estar más solos que en la luna,
chiquilla”, y con esa tontería ella estalla en una risa que para él suena mejor
que la Sinfonía
Quintaesencia interpretada por la Orquesta Filarmónica
Celestial de Ángeles y Serafines. Y tras la risa se miraron en silencio. Y en
su inocencia se dijeron cada uno a sí mismo algo impreciso, a medio camino
entre la promesa y el deseo. Un murmullo interior que contenía la palabra siempre.
Sesenta y dos años hace de aquel día.
Son las doce y media y el sol da sólo a la mitad del banco, donde está
sentada ella. Él por su parte va abandonando su sombra al tiempo que dice: “Sin
prisas, chiquilla pero si nos vamos yendo…”. El parque Valdegrullas tiene la
forma de un zapato extraño; el calor de julio castiga los columpios y las
solitarias máquinas de gimnasia que horas antes, con la fresca, sí habían
dado uso los jubilados. Un pequeño estanque vacío de agua deja al descubierto
en su centro una caseta destinada a supuestos patos. Algún trotador de fondo
suda alrededor del parque con música exclusiva para sus oídos. El matrimonio
camina muy despacio de regreso a casa por el carril bici. Hay algo extraño en
la atmósfera, más allá del calor y del silencio. En sentido contrario a los
ancianos se aproximan dos figuras fuera de lo común, pero el matrimonio a esa
distancia aún no puede notar nada que les alarme. Ni siquiera lo perciben
cuando las bicicletas están ya a veinte metros enfrente de ellos dos. Sólo
cuando las tienen encima sus rostros se transmutan en un gesto de asombro
mayúsculo. Y ni los treinta y tres grados de temperatura ambiente pueden evitar
que ambos se queden congelados ante la visión.
También las dos bicis se detienen ante el matrimonio. Montada en la
bicicleta roja, una muchacha morena y sonriente se estira los pliegues que se
le hacen en su falda blanca al pedalear. No es una indumentaria muy habitual en
este tiempo, ni la falda ni la chaquetilla verde oscura de punto sobre la blusa
verde claro. Pero ni una gota de sudor recorre su frente, limpia bajo un
peinado excesivo. Más bien cualquiera diría a verla que va de domingo de abril
por la mañana. La otra bicicleta la monta un chico que aparenta la misma edad
que su compañera de paseo, unos diecisiete o dieciocho. Sujeta el manillar con
firmeza, arremangadas las mangas de la camisa blanca impoluta y también las
perneras del pantalón gris de tergal. Sonríe también, pero menos que ella y en
sus ojos hay un brillo entre travieso y aventurero que, con el peinado a
lametón de vaca, resulta gracioso. Ambos componen una estampa antigua. La joven
pareja y el viejo matrimonio cruzan sus miradas detenidos en el camino, hasta
que el anciano rompe el silencio:
-¿Qué carnaval es este, chiquilla?
-Amor, somos nosotros.
La visión les conmociona durante unos segundos pero a él finalmente una
chispa le saca del estupor y reacciona ante la conclusión apresurada de su
vieja compañera.
-¿Nosotros? No. Imposible. Eres tú. Ella era eres tú. Y él... es otro.
-Es Ángel, claro.
-Sí.
Y mientras ellos caen en eso, la joven pareja en ese momento reanuda su
paseo en bicicleta, sin perder su expresión alegre y su aire de espectros. Sin
despedirse, igual que no hubo saludo. Y sin embargo, da la sensacion de haberse
mantenido en ese lugar una breve conversación natural y cotidiana, con su
"buenos días" y su "adiós, hasta luego". Los ancianos
también continúan su camino en dirección opuesta, mientras van comentando el
encuentro. Y lo hacen como si no hubiera sido un insólito espejismo. "¿Te
acordabas de Ángel?". "Pues, claro, chiquilla. Era como mi
hermano". "Qué guapo estaba ¿eh?". "Eso decíais. Tú sí que
estabas mona en bici". "Aquella me la regaló mi tío Paco el día de
mis días. No me bajaba de la bicicleta, para arriba y para abajo, qué
tonta". "Sí". "¿Eh?". "Que sí que estabas tonta
con Ángel". "Cosas de muchachos. Ya te hacía tilín yo, ¿eh?".
"Tonta del papo". "¿Eh?". "Que sí, que ya lo sabes que
me gustabas y lo hemos hablado mil veces. Y yo a ti no". "Es que me
parecías un fresco, chico. Ángel era más modoso". "Pues ya ves, era
un poco sinvergüenza, que te voy a decir ahora". "Un respeto a los
muertos, ya déjalo en paz". "Si bien dejado está, pero siempre me
miraba por encima del hombro. Y bien que le quería yo, pese a todo".
"Y él a ti".
En el césped junto al camino juegan dos perros que se persiguen. Un
silencio denso. Y él sin saber muy bien por qué deja escapar una pregunta.
"¿Y adónde ibais tanto en bicicleta?". Ella sonríe con la ocurrencia.
“Para chasco vas a estar celoso después de tantos años". "Anda, yo
qué sé, de menos lo hizo Dios". La mujer hace una mueca como sorprendida.
"¿Qué?". "Que yo no sé qué hubo". "Pues, hermoso, que
fuimos novios". "Ya, eso antes". "Y bastante antes de que
nosotros empezáramos a hablar. Fíjate que lo tenía yo casi olvidado a
Ángel". "Eso no puede ser, chiquilla". "Lo sabrás tú mejor
que yo". "Sí que lo sé. Yo por ejemplo lo tengo presente muchas
veces. Y tú. Si lo hubieras olvidado no lo hubiéramos podido ver ahí hace un
momento, los dos paseando en vuestra bicicleta". La frase les suena como
la certeza turbia de algunos sueños. Y cuando ella empieza a perder el aplomo,
él recupera la imagen de esa chiquilla con la que ha compartido y dejado de
compartir su vida. "Mira que siempre has sido guapa, pero aquel día me
pareciste un bombón". "Hijo, a la vejez viruelas me vuelves a tirar
piropos". Y se cogen de la mano, como dando ejemplo de perenne ternura al
mundo. Como sin querer dijeran: "Hemos compartido dicha y dolor, hemos
vibrado muchos días y nos hemos aburrido muchos más, normal, hemos vivido tanto
juntos, pero aquí nos tenéis cogiditos de la mano como dos quinceañeros, somos
de lo que ya no hay, chupaos esa". Pero no hay nadie que contemple la
estampa para enternecerse o para resoplar de alivio. Y además ella ahora está
ocupada con el recuerdo de aquel muchacho fuerte del peinado a lametón y
expresión de aventura que tantos años después vovería a ser su amante.
Caminan en silencio a casa cogidos de la mano, como siempre.
Jesús Megía
Agosto 2011
Me encantó, bello profundo y real
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