Paladrar fino: acostrarse

   Decimos a veces, como una confesión resignada y casi culpable, que estamos rendidos. Proclamamos esa rendición ante la fatiga y el cansancio, pero suelen ser momentos con la suficiente dignidad aun como para reconocer en ellos solo el fin de una batalla. Y entonces nos deberíamos ir a dormir.  O al menos a reposar nuestro cansancio, por ahí echados, porque estamos tan cansados que no sabemos ni por dónde empezar a dormir. Y empezamos tal vez lamiéndonos las propias heridas, para que se duerman antes que uno. Si fuera posible esa anestesia.... Aunque siempre es preferible contar con el afecto de otro para lograr conciliar el sueño.  En esos momentos, pese a que no queremos una rendición absoluta, firmaríamos un armisticio provisional. Y tras remolonear en exceso en nuestro empeño por seguir en vigilia, avistamos finalmente el descanso como inevitable, no porque asumamos algún tipo de debilidad infinita sino al contrario, porque aceptamos con cierta entereza nuestra robusta y saludable finitud. Vienen aquí muy bien pintiparadas las declaraciones del cascote tras el terremoto: "me conservo entero!". 
   ¿Por qué postergamos la retirada? Es como si nos costase reconocer que tumbarse no es necesariamente irse a la tumba sino el único modo de luego levantarse y sobreponerse. Levantarse sobrepuesto. Y despierto. Es, sobre todo, para evitar que nos ocurra como a ese que le preguntaba su amigo "¿cómo haces para acostarte siempre tan tarde y no levantarte cansado?" y este le responde: "Ese es mi secreto: siempre estoy cansado". Como el cuerpo tiene sus resortes, cuanto más dura e intensa se pone la lucha más en vela nos solemos mantener. A veces nos vemos no solo rendidos sino sacudidos, quizá no siempre es una sacudida interna. Pero sacude dentro, eso no varía.  Y en ese momento en que acostarse cuesta tanto, ese momento quizá a una alta hora de la noche, quizá ya al amanecer... puede que confiemos en que el propio sueño sea benévolo: que llegue y comience a curar las heridas recientes, por breve que sea su visita. Será sin duda el primer sueño reparador de muchos. ¿Por qué no llamar a ese momento acostrarse? Y añoramos que el sueño nos toque con el cuento de su vara, como deseaba el poeta y señor de La Torre de Juan Abad:


Cuidados veladores
hacen inobedientes mis dos ojos
a la ley de las horas;
no han podido vencer a mis dolores
las noches, ni dar paz a mis enojos.
Madrugan más en mí que en las auroras
lágrimas a este llano,
que amanece a mí mal siempre temprano.
Y tanto, que persuade la tristeza
a mis dos ojos, que nacieron antes
para llorar que para verte, sueño.
(...)




Jesús Megía López-Mingo
Junio 2017



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